viernes a la sombra

Territorio, la calle

Fue Manuel Fraga Iribarne, a la sazón vicepresidente y ministro de la Gobernación de Arias Navarro, quien dijo, en cierto momento de la Transición política, “¡La calle es mía!”. Afirmativo. Evidentemente, no era suya pero costaba hacérselo entender, así como a algunos de sus herederos que parecieron interpretar al pie de la letra tal aserto. Pero tempus fugit, el tiempo vuela o se escapa, lema utilizado hasta no hace mucho tiempo para decorar relojes.

De modo que la calle era, en cierto modo, territorio de todos y ahora recordamos aquellos años en que jugábamos en ella, nos divertíamos en ella, convivíamos allí niños y adolescentes, en los años 50 y 70 del pasado siglo. Algunas empedradas y quienes accedían a las ya pavimentadas, era como si tuvieran un artículo de lujo. Lógico: escaseaban o no había instalaciones deportivas, en tanto que algunas plazas públicas quedaban un tanto lejanas para acercarse, previo permiso de los padres, faltaría más. Don Manuel tuvo un sentido posesivo y autoritario; los niños de aquella época -de calzón corto ellos; blusas y faldas ellas, algún pantalón- lo que querían era jugar en la calzada, cuando el tráfico rodado era escaso y cuando los vecinos y viandantes se detenían para fijarse en las habilidades, en lo grande que está el hijo de… y en llamar la atención para poner fin a aquella estampa lúdica, tan sana, tan noble, tan de aprendizaje.

Claro que el territorio de la calle, tan accesible, tan libre, fue mermando. Ya había vehículos cuyos conductores encontraban su estacionamiento, nuevas construcciones que alteraban la fisonomía de la vía, alguna definitivamente ganada para la causa del tráfico o del comercio. Iba aumentando el fastidio a medida que se acortaba el espacio. Los niños de ambos sexos fueron perdiendo sus predios; la calle, con un nuevo trajín, dejó de ser suya.

Entonces, fueron desapareciendo juegos como el brilé o balón prisionero y también balón tiro, el tejo, variante de la rayuela: pintados sobre el suelo los espacios con una tiza hurtada en el colegio-, piola, montalachica, sintoquelis, virgo o el escondite, la soga. O el simple intercambio de cromos. Boliche, el trompo. Todo lo más, algún tímido ensayo de un intento colectivo o grupal. Hasta había zonas delimitadas, un reparto de la calle cuasi virgen para los chicos y las chicas que, al final, terminaban juntándose e intercambiando los elementos de lo lúdico. Algunos años después, Mike Kennedy y Los Bravos cantaron algo así como “Los chicos con las chicas/tienen que estar”. ¡Qué cosas!

Posiblemente, aparte del aprendizaje y la distracción, lo mejor de todo aquello era la relativa tranquilidad de los padres y abuelos que igual te mandaban a jugar a la calle que terminaban reclamando la presencia, desde el balcón o la ventana, para merendar o cenar o porque se está haciendo de noche. “Those were the days”, cantó la Mary Hopkin descubierta y producida por Paul McCartney: evocando aquel paísaje, aquel territorio de la calle, la traducción era bastante exacta: “Qué tiempo tan feliz”.

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