Todo va demasiado deprisa. Tanto la propagación del virus como la circulación de otro virus, el de la información ininterrumpida y el contenido en bucle de las redes sociales. En medio de este clima, en estos últimos días de marzo, solo podemos estar seguros de eso.
Debemos romper con la idea de una relación causa-efecto entre la globalización y la epidemia.
A menudo vemos cómo esta idea refuerza unos instintos xenófobos: hoy, ‘virus chino’; mañana, recelo hacia los ‘extranjeros’ y ‘migrantes’, que, por cierto, nos preguntamos en qué ‘hogar’ se confinarán.
También vemos cómo puede alimentar el clima de cuaresma planetaria, que se ha convertido en la tendencia del momento: “Demasiado goce; demasiada prosperidad; el mundo globalizado sufría una sobrecarga que solo podía enfriar una buena epidemia a la antigua usanza…”.
Sin embargo, el mayor problema es que esta idea es falsa.
No había globalización cuando la peste negra, que llegó desde Génova y Marsella, arrasó un tercio de la población europea. No había globalización en la época de la difteria, durante los siglos XVI y XVII.
Y aún había menos globalización cuando se registró la primera epidemia: nos encontramos en el 412 a.C., en Perinto (Tracia); época en la que la lengua griega inventa, si no el fenómeno en sí, al menos la palabra (epi demos, literalmente ‘sobre el pueblo’; la primera calamidad que, al contrario de la idea bíblica de una ‘plaga’ que se lleva a los ‘primogénitos’, se cierne sobre la totalidad del pueblo sin distinguir edad, rango o virtuosidad). Hipócrates, que vivió durante aquello, cuenta que el mal comienza a manifestarse con una tos seca, seguida de fuertes sofocos y luego de asfixia; y esta epidemia, dice, arrasa la ciudad casi por completo.
Lo segundo es que, dos mil quinientos años más tarde, nada ha cambiado mucho en cuanto a la manera en la que una sociedad intenta protegerse de un virus nuevo.
Precisamente Hipócrates, en su relato del capítulo de la “tos de Perinto”, enumera una lista de “gestos barrera” que se asemejan tanto a los de los epidemiólogos actuales que los confundiríamos.
En el Decamerón, Boccaccio explica que la única manera de hacer frente a la “mortal pestilencia” es “encerrarse” y “atrincherarse”; poner fin a las “visitas entre parientes”, hacer que “los mismos ciudadanos se eviten” (¿que eviten, pues, sus deberes cívicos?, ¿que se anulen, por ejemplo, unas elecciones municipales? Y aquel espíritu fuerte que continúa “regocijándose”, “yendo por ahí cantando y divirtiéndose” y “riéndose y burlándose de lo que sucede”…, ¿no es la viva imagen del “tonto” que ve “heroísmo” en “infringir las reglas” y que acaba de ser reprendido por un ministro?).
En relación con las grandes epidemias de peste, estas produjeron un ‘gran encierro’ que analizó Michel Foucault y que en inglés se tradujo, por casualidades de la vida, como “gran confinamiento”…
La diferencia, por supuesto, es que la medicina de hoy en día no es la de Hipócrates, Galeno y Avicena.
Además, es bastante probable que la investigación globalizada encuentre el remedio y la vacuna más pronto que tarde.
Mientras tanto, aquí seguimos.
Cuando la naturaleza nos reta con un nuevo virus, no estamos más avanzados que los contemporáneos de Boccaccio.
Y, si pensamos en ello, hay algo profundamente trágico en el arcaísmo de nuestros sistemas de defensa.
Por último, hablemos de la ilusión de un mundo que volvería a empezar ‘como antes’ tras el virus.
Los filósofos de la medicina han rechazado la imagen de la enfermedad como un ataque contra un cuerpo sano al que se pone a prueba y al que, una vez repuesto, devuelve su integridad.
Y ya que es tiempo de recomendar lecturas, sobre este tema recomiendo los libros de Georges Canguilhem, un maestro que deconstruyó las filosofías sustancialistas de la enfermedad y estableció que un cuerpo, ya sea individual o colectivo, siempre sale afectado, marcado y, en el fondo, metamorfoseado por el paso de un nuevo virus.
De hecho, no fue casual el impacto de las mayores epidemias en el declive del milagro democrático griego.
El mundo curado de las pestes de la época clásica hereda no solo los hospitales generales, sino también el modelo disciplinario en el cual fábricas y cárceles se inspirarán durante mucho tiempo.
La gripe española deja un legado caótico al mundo que la ha superado: el apartheid en Sudáfrica; el gusto por el deporte y el aire libre; la necesidad de hospitales dignos de ser llamados como tales; por no hablar, en el caso de los escritores, de la melancolía propia de quienes escaparon de ella -Francis Scott Fitzgerald, Nancy Cunard o Dashiell Hammet, autor de El halcón maltés-.
¿Dónde entra el coronavirus en todo esto?
Aún es pronto para decirlo.
Lo que es seguro es que, para lo bueno y para lo malo, el mundo de mañana no será igual al mundo de ayer.
Lo malo: una China que tendrá el descaro de darnos lecciones sobre gestión de crisis sanitarias.
Lo malo: la tentación del repliegue, de la fortaleza y de un adiós al mundo, al otro, al de los afligidos y los condenados.
Lo bueno: los ciudadanos de Milán y París en las ventanas de sus casas para saludar a nuestros sanitarios, los húsares blancos de la República.
¿Qué prevalecerá, la humillación de las democracias o su ennoblecimiento? Eso lo decidirá cada uno de nosotros, en medio de la desazón y la fe.