memorias

Con César, en Río de Janeiro

Encuentros de Andrés Chaves con el mejor artista y urbanista de la historia de las Islas Canarias, César Manrique

Me parece que nos invitó Antonio Yanes, que por entonces tenía un próspero negocio de venta de máquinas de escribir y de la incipiente informática. Y fue el fallecido agente Jorge Martínez quien organizó el viaje de un grupo de tinerfeños a Río de Janeiro y a unas cercanas islas, preciosas, cuyo nombre lamento no recordar –ni tengo ganas de consultar la Wikipedia-.
Fue uno de mis varios viajes a Río más divertidos, porque casi todo el tiempo estuve acompañando a César Manrique, que era el invitado de honor. Es curioso, con el gusto que tenía Manrique por las cosas, con su sensibilidad, no sabía comprarse ni una camisa. Tuve que ser yo quien lo hiciera por él en los grandes almacenes Río Soul, donde Elías, el encargado de la tienda, me ofreció el amor ocasional de la cajera para esa noche. ¡Y cómo estaba la cajera, Dios! Naturalmente que decliné el honor.
César jamás llevaba dinero en el bolsillo, así que yo le compré las camisas de seda, baratísimas y de una gran calidad, y otras prendas de las que se enamoró nada más entrar a la tienda. Me dijo: “Yo, cuando vuelva a Canarias, a cambio, te regalo algo bonito”. Y me regaló dos preciosas litografías, con cariñosas dedicatorias. Se las pasé a mis hijas, pero forman parte de mis recuerdos.
Yo conocí a César en los setenta, en los tiempos de construcción del Lago de Martiánez, gracias a Juan Alfredo Amigó y a José Luis Olcina y a Luis Díaz de Losada; los dos primeros fueron los ingenieros del proyecto, como todo el mundo sabe, y de las grandes obras de César. El tercero era el constructor más pulcro y cuidadoso de cuantos existieron en Canarias. Luis era una bellísima persona, Juan Alfredo es un amigo del alma y a José Luis le tengo un gran afecto.
Recuerdo la caja de Johnnie Walker etiqueta negra que Luis me enviaba cada Navidad, durante años y años. Tenía dos categorías de regalos: a los muy amigos, etiqueta negra; a los conocidos de menos compromiso, etiqueta roja. Era un hombre muy trabajador, osado en los negocios y singular, un enamorado de las cosas bien hechas, espléndido y emprendedor. Los cuatro –ellos tres y César—formaban un cuarteto imbatible. No sé si saben que Luis Díaz de Losada construyó el aeropuerto de Banjul, en Gambia, y que tuvo muchos problemas para cobrar. El presidente de la República era Sir Dawda Jawara, a unos de cuyos hijos trajo al mundo el ginecólogo Pedro Luis Cobiella, en la clínica portuense de Bellevue. Luego, le dieron un golpe de Estado (a Jawara, a Pedro Luis todavía no) y se exilió en Londres.
César y yo paseamos algunas tardes por la playa de Copacabana; también visitamos la de Ipanema. Nos alojábamos en un hotel, entonces muy bueno, llamado Río Palace, con unas vistas excelentes a la playa. No daban ganas de salir al hotel, donde servían unas excelentes piñas coladas y se alojaban unas misses brasileñas que participaban en un concurso de belleza. Quitaban el hipo. Desafiando un tanto la inseguridad, también nos atrevimos a conocer, a pie, el centro de la ciudad. César era miedoso y apretaba contra su cuerpo una cartera de cuero que llevaba con no sé qué dentro; dinero, desde luego, no, porque no se gastó un dólar en todo el viaje. Juntos visitamos el bar en el que Vinitius de Moraes y Antonio Carlos Jobin compusieron La chica (garota) de Ipanema, la canción más interpretada del mundo.
Se fijaba en los edificios, me nombraba a arquitectos brasileños y se quedó desconsolado por no poder visitar Brasilia, que era la ciudad de sus sueños por su arquitectura audaz y por su trazado plano. Me hablaba de Oscar Niemeyer, aunque admiraba también a Adolpho Rubio Morales: “No es la arquitectura de este último la que yo hubiera ejercido, pero era un genio; y Niemeyer era el genio de los genios”.
Fue un viaje inolvidable. Recuerdo que, a la vuelta, viajé en Gran Clase con César y en un momento dado salió el comandante del Jumbo de Iberia a saludar al artista y se reunieron en torno a él todas las azafatas del avión, para solicitarle autógrafos. A todos atendió con una amabilidad exquisita, diciéndoles. “Pero si yo no soy nadie; ¡cuántos más famosos que yo habrán tenido ustedes aquí, en el avión!”. Era un tipo modesto en el trato el genial lanzaroteño. Bueno, cuando quería
En otra ocasión, coincidiendo con la estancia en casa de mi amigo el cirujano de Écija Alfonso del Castillo y de su esposa, también médica, Conchita, fuimos a ver a César a Lanzarote. Recuerdo que fue el mismo día en que falleció el papa Juan Pablo I, dicen que envenenado por los demonios vaticanos. Año 1978.
Fuimos a verlo a su casa de Tahíche, donde nos invitó a tomar unas copas y donde yo le pisé y le aplasté unas tortugas de su colección que tenía por el suelo. De ónix, me parece. “No te preocupes”, me dijo ante el cadáver de la tortuga, “son de mala calidad”. No sé lo que estaría pensando por dentro. Seguramente quería matarme.


Varias veces fui a Tahíche, a entrevistarlo, con cualquier motivo. Hay numerosas fotografías de esos encuentros, pero las tengo perdidas en álbumes y álbumes y no tengo ganas de buscarlas y menos ahora con el puto aislamiento. He encontrado dos, una en Río, en la piscina del hotel Río Palace, y la otra en Tahíche, con Taro, su enorme perro gran danés que era el rey de la casa. En esa ocasión acompañé a César a su estudio y me dijo: “Tú quédate ahí quieto, para que me veas trabajar”. Estaba pintando un cuadro precioso para un cliente norteamericano. Lo terminó delante de mí.
En otra ocasión, con el periodista Agustín Acosta, gran amigo de César, presidente del Cabildo lanzaroteño que fue y compañero entrañable de quien escribe, nos reunimos en un guachinche –a César le encantaban— para perfilar la idea de un periódico para Lanzarote. En una servilleta de papel, que perdí, César dibujó la cabecera: Habla Lanzarote, se titulaba el periódico. Lamento haber extraviado aquella cabecera, preciosa, pintada en negro a rotulador. ¿Imaginan cuánto vale ahora el rótulo de los automóviles Cabrera Medina, Orvecame? Pues también lo pintó César, esta vez en color.
Una pena, el periódico no salió nunca pero sí otro proyecto de Agustín, El Diario de Lanzarote. Agustín murió solo, en su apartamento de Puerto del Carmen, sin que sus amigos pudiéramos despedirlo. Es imposible escribir de periodismo en Lanzarote sin citarlo a él, a su emisora y a su diario. Descanse en paz el entrañable compañero. Su cuartel general era un bar que se llamaba el Waikiki, en Puerto del Carmen.
Cuando la construcción del Lago de Martiánez yo estuve muchos días con César Manrique y con los ingenieros y el constructor de su primer gran proyecto. Recuerdo que a la inauguración de una de sus fases vino a cantar la enorme Josephine Baker, cuya actuación pagó de su bolsillo Luis Díaz de Losada, que sentía una gran admiración por la grandísima intérprete y filántropa. Murió en el 75. Yo pensé siempre que la Baker era francesa, pero revisando su biografía vi que había nacido en San Luis, Misuri, aunque murió en Francia.
Recuerdo que la noticia del fallecimiento de César (1992) me la dio Paco Padrón, por teléfono. Para mí fue uno de los días más tristes de mi vida. Memorizo tres fallecimientos de amigos, muertes repentinas, que me impactaron mucho: las de Ernesto Salcedo, César Manrique y Agustín Acosta. Se queda uno sin los amigos y eso parece normal, por razones de edad, pero cuando los decesos se producen de esa forma inesperada duelen mucho más.
Con César perdí a un buen amigo y a un magnífico interlocutor, que a veces le daba patadas a la gramática, a la morfología y a la sintaxis, poniendo, eso sí, gran énfasis en ello, como si hubiera inventado la pólvora. Recuerdo que decía: “Ese tío se está auto suicidando”, lo que no deja de ser un disparate, porque la palabra suicidio lleva aparejada la condición de acto que comete voluntariamente el propio ejecutor. El auto, sobra. Todavía recuerdo cómo diseñó, con Fernando Higueras, el hotel Las Salinas, en Costa Teguise, cuyo jardín central debería figurar en los tratados de diseños de frondas interiores. Qué maravilla. El mejor director de este hotel fue el portuense Cándido Figueroa, uno de los mejores profesionales de la historia del turismo en Canarias, que hoy está felizmente jubilado.
Quería que ocupara César un lugar destacado en estas improvisadas memorias que publica los lunes este periódico, por culpa de la interrupción momentánea de las Conversaciones en Los Limoneros, a causa de la puta pandemia esta. El estar en casa, recluido por imperativo legal, me da tiempo para pensar en más detalles, ya que he sido siempre enemigo de las notas de viaje, de los diarios de mi vida y de otras zarandajas, como diría el genial compañero y entrañable analfabeto Domingo de Laguna.

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