obituario

Cuando un amigo se va

A sus hijos, en especial a mi sobrina Marta, que tuvieron un gran padre

Nunca pensé que tendría que redactar estas líneas. En realidad, no se me ha ido un amigo, sino un hermano Rigoberto (Tito) Díaz Sáenz, médico rural, médico de los de verdad, se nos fue en la madrugada del sábado, cuando aún no había salido el sol. No hay palabras para describir el dolor, pero desde que murió Loli yo no había sentido tanto. Tengo un cuadro de Loli pintado por Tito junto a la cabecera de mi cama. No sólo era un gran médico sino una grandísima persona y un excelente pintor, lleno de anécdotas extravagantes que no se las iba a creer nadie. Yo no sé si contarlas o echarme a llorar; lo que pasa es que la vida endurece tanto a uno que ni siquiera salen las lágrimas, porque ya se han gastado. Tito Díaz era –o es, porque para mí no ha muerto— uno de esos seres capaces de renunciar a cualquier cosa suya para dársela a los demás. Yo creo que murió de tanto haber curado a los otros. Cumplió su cupo milagroso, detectando enfermedades donde nadie las veía, callando cuando había que callar y hablando cuando tenía que aconsejar. Era un auténtico crack, enamorado de la oratoria y de las palabras, queriendo siempre ser humanista, escribiendo sus pensamientos o corriendo como un loco con un coche -que nunca era suyo- para atender a un enfermo. Y se fue, de la noche a la mañana, sin despedirse de nadie y sin contar lo que sufría. Y nos dejó en esta especie de orfandad hueca que duele tanto, un hueco que no se puede rellenar jamás porque no hay materia suficiente para ocuparlo. Era un amigo del alma y ya saben lo que dice la copla del amigo que se va y de lo que se le queda dentro a uno. Tenía 71 años y muchos por delante; pero no, ahora toca morirse cuando uno no ha cumplido el ciclo. Tito lo mismo escribía un pregón que cantaba una canción al Teide, que recitaba una poesía, que tocaba la bandurria, que te daba una charla sobre lo que tú no tenías ni idea que él supiera. Su padre, don Rigoberto, fue eterno médico de Güímar. Sus antecedentes vitales se generan en San Lorenzo de la Parrilla, que era un pueblo ignoto de Cuenca. Su abuelo era el farmacéutico del pueblo. Andaba Tito por ahí con un Mercedes antiguo, que yo le regalé: se lo cambié por una máquina de escribir de su abuelo. Una vez se cabreó conmigo y me pidió que le devolviera la máquina. Pero la reconciliación inevitable llegó antes que el objeto de la devolución. Su hija Marta, que es mi sobrina, tiene que estar orgullosa de su padre. Sus hijos Fanny, Tito y Liam también. Como lo estoy yo. Es verdad que cuando un amigo se va algo se queda en el alma. Pero esta vez era mucho amigo. No sé si habrá alma para tanto.

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