cultura

Joan Margarit, Premio Cervantes 2019: “Llegar a Santa Cruz fue pasar del infierno al cielo”

El poeta catalán confiesa que Tenerife, donde descubrió el amor, escribió su primer poema y subió al Teide en caballo, ha sido clave en su vida. “Pocos sitios han significado tanto para mí”
La pandemia de coronavirus impidió que Joan Margarit recogiera ayer el Premio Cervantes 2019.
La pandemia de coronavirus impidió que Joan Margarit recogiera ayer el Premio Cervantes 2019.
La pandemia de coronavirus impidió que Joan Margarit recogiera ayer el Premio Cervantes 2019.

A sus 81 años, ha tocado el cielo de las letras españolas al ganar la 45 edición del Premio Cervantes, dotado con 125.000 euros, que ayer no pudo recoger en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares por la pandemia de coronavirus. Ha escrito una treintena de libros y ha recogido casi una veintena de galardones, entre ellos, el Premio Nacional de Poesía o el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Vino al mundo en plena guerra civil (Sanaüja, Lleida, 1938) y no fue hasta los 16 años cuando por primera vez le sonrió la vida en la isla misteriosa, como se refiere a Tenerife en un poema incluido en Un asombroso invierno, su última obra.

Tenerife se cruzó en la vida de Joan Margarit después de que su padre aceptara venir a la Isla como arquitecto del Ministerio de la Vivienda en plena posguerra. “Llegábamos machacados, después de vivir en 10 o 15 lugares distintos y siempre con la miseria colgando. Huíamos de aquel mundo. Nadie esperaba encontrar lo que encontramos después de aquel viaje en barco”, le confesó al periodista Víctor Hugo Pérez en Canarias Radio, con quien entabló una conversación cargada de recuerdos y elogios hacia la tierra que le abrió los brazos de par en par y en la que su primer amor y su primer poema se fundieron en una misma experiencia.

“En Santa Cruz escribí mi primer poema que es el único que me sé de memoria pero no lo recito nunca porque era muy malo. Lo escribí en una ventana de la calle Manuel Verdugo, cerca de lo que llamábamos la avenida del manicomio, mirando a aquel pequeño puerto con tan pocas luces de aquella querida y añorada Santa Cruz”, señala Joan Margarit, que recurre al humor para aclarar que la destinataria de aquellos versos de amor no era chicharrera: “No, fue un poema inspirado en una goda, se llamaba Mari Carmen y era una alumna del instituto de Las Mimosas, donde hice el curso preuniversitario y donde, por primera vez, fui a una clase con chicas, que no era nada común en el franquismo. Me enamoré enseguida de ella”.

Pero su flechazo también fue con la capital tinerfeña. “En mi vida, en muy pocos sitios he sido tan feliz como en Santa Cruz. Más que tan feliz diría, para ser más preciso, que muy pocos sitios como Santa Cruz han significado tanto para mí como aquellos años y aquellos veranos”.
No obstante, su llegada a Tenerife, en 1954, coincidió con un episodio que no parecía presagiar la feliz estancia que le aguardaba durante los dos años siguientes, además de varios veranos. “Llegamos un día por la tarde, nos alojamos en un hotel y al despertar a la mañana siguiente recuerdo que el cielo estaba lleno de langostas. Abrí la ventana y entraron por lo menos 50 de golpe. Ese fue el recibimiento magnífico de la Isla”.

Acto seguido, Margarit cambia de tercio y rescata uno de los capítulos de los que guarda con más cariño en su memoria. “¿Sabe una cosa emocionante? Que no había teleférico al Teide y subí a caballo hasta la cima. Fuimos con mi padre y unos amigos de la familia en cuatro mulos y un caballo, salimos del Llano de Ucanca y desde ahí empezamos a subir mientras amanecía. Fui el primero en llegar a la cumbre porque me tocó el caballo. Contemplar aquel paisaje desde lo más alto sin nadie fue inolvidable, inolvidable, inolvidable… No me cansaré de repetirlo”.

ciudad sin barreras

La memoria del último Nobel español de Literatura está repleta de estampas que vivió en primera persona en aquél Santa Cruz de poco más de 100.000 habitantes, la mitad de la población actual. Desde el fin del trayecto de las guaguas en la Plaza del Príncipe, “donde el conductor y el cobrador bajaban a tomarse algo mientras los viajeros iban subiendo”, hasta “aquella Plaza de Los Patos, aquella rambla, aquel puerto, por Dios, en el que no había ninguna barrera. Bajabas desde la plaza de Candelaria y llegabas hasta los barcos y hasta la punta del espigón sin ningún obstáculo”.

Tampoco olvida su primer año en la Universidad de La Laguna antes de estudiar arquitectura en Barcelona. Define Aguere como una urbe “donde no había una casa nueva, solo las de estilo colonial” y a la que subía en una “guagua mitad llena de estudiantes, mitad llena de magos con su sombrero, -“lo digo con cariño”, precisa- que iba dando vueltas por la carreterita de La Cuesta. Aquello era una maravilla. Fue como un sueño”.

En los ratos libres, aquel joven de 16 años disfrutaba con las tertulias que improvisadamente surgían por las tardes en torno al minigolf del Parque García Sanabria. “Allí pasé horas y horas hablando del cielo y del infierno, de lo bueno y de lo malo, con chicos que no iban a mi instituto. Nos mezclábamos y hablábamos de todo, y de vez en cuando seguíamos un hoyo apasionante que se jugaba en el número 13. ¡Dios mío, qué Santa Cruz, qué Santa Cruz!”.

Los encantos y la vida de la capital tinerfeña contrastaban con la realidad del sur de la Isla, que no empezaría a saborear las mieles del turismo hasta 10 años después con la construcción de Ten-Bel, la primera urbanización en toda la comarca, a la que seguiría Playa de Las Américas, fundada por Rafael Puig y su hijo Santiago. “El Sur eran tomates para nosotros. Había muy poca comunicación y muy pocas carreteras. Yo no lo pude conocer en los dos años seguidos que estuve allí. Turismo no había, solo el que llegaba a Santa Cruz en barco.

Algunos turistas iban al Teide de excursión y otros se quedaban en la ciudad para comprar en los indios. Todo era tranquilo, amable y lento”.

Sus viajes a Barcelona en barco, de línea regular primero y en mercantes después, “más baratos y con camarotes individuales”, se convirtieron en su principal fuente de inspiración. En estos últimos reconoce que se pasaba escribiendo poemas los cinco o seis días que duraba el viaje, dependiendo de si hacía o no escala en Las Palmas de Gran Canaria. “Cuando abría la ventana veía el mar a través de las cajas de plátanos que llevábamos en cubierta”, rememora. En cambio, la experiencia previa en barcos como el Ciudad de Cádiz o el Villa de Madrid no resultó tan reconfortante. “Había que ver aquellos viajes. Íbamos en popa y en camarotes de seis literas con seis orinales. Se puede imaginar cómo iba aquello cuando había mala mar”.

Margarit, al que sus compañeros de clase enseguida lo bautizaron como “el catalán” -desde la “cordialidad y el afecto”, matiza-, no olvida entre sus amistades “inolvidables” a Félix Zamora y a Elviro Reboso. “Venía huyendo de las miserias de la guerra civil y llegué a una ciudad cálida y cordial. Para mí fue pasar del infierno al cielo. Una enseñanza tremenda. Santa Cruz ha ido un lugar clave en mi vida, me salvó de muchísimas cosas, le debo mucho a Santa Cruz”. En la galería de amistades figura también el escritor y periodista Juan Cruz, “mi último amigo chicharrero, mi último descubrimiento de este pueblo”.

Margarit ha regresado a la Isla en varias ocasiones y a la ciudad donde pasó los mejores años de su juventud –que aún le debe una calle- para revivir recuerdos y darse un baño de nostalgia, pero también para comprobar que el tiempo no se detiene y que la evolución acaba por borrar gran parte de las huellas del camino andado y por colocar muros que impiden, por ejemplo, pasear con la mirada enamorada de un adolescente hasta la punta del espigón del muelle.

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