Las instituciones de carácter científico, inglesas y francesas, llevaron a cabo campañas oficiales de exploración e investigación en los nuevos territorios descubiertos en América con la finalidad de realizar estudios geográficos, cartográficos y científicos; por ello, junto a los marinos viajaban naturalistas, geólogos, dibujantes y pintores que aportarían importante documentación sobre la historia natural, etnografía y vulcanología de las zonas visitadas.
La recalada de estas expediciones marítimas en el puerto de Santa Cruz de Tenerife estaba obligada, además de por su posición geográfica, por las exigencias de avituallarse de agua, frutas frescas, animales vivos, pescado, carne salada, quesos y leña. Este hecho haría que Tenerife fuese también considerada como una atractiva escala científica, por su peculiar vegetación y su naturaleza volcánica.
CHARLES ROBERT DARWIN (1809-1882)
El científico que llegaría a descubrir la evolución de las especies, revolucionando las ideas tradicionales sobre el origen del hombre, sintió gran atracción por la isla de Tenerife, después de haber leído en los libros de Humboldt como era la vegetación tropical, el drago de Franchi de La Orotava, las montañas volcánicas y el ascenso al pico del Teide; por ello, quería conocerla y comenzó a aprender el idioma español.
Esa oportunidad le llegó en 1831, a los 21 años de edad, cuando recibió una carta de su amigo Henslow, informándole de que el capitán Robert Fitz Roy buscaba un voluntario para ir como naturalista, sin paga alguna, en una expedición científica del Almirantazgo Británico, en la que durante cinco años realizarían observaciones cronométricas por las costas de la Patagonia, Tierra de Fuego, Chile, Perú y algunas islas del Pacífico.
El 27 de diciembre de 1831, Darwin zarpó de Davenport a bordo del H.M.S. Beagle, llegando al puerto de Santa Cruz de Tenerife el 6 de enero de 1832. En su Diario del viaje de un naturalista alrededor del Mundo, escribe: “Cuando nuestra ancla había tocado fondo en la bahía del puerto de Santa Cruz de Tenerife, se aproximó un bote de sanidad marítima (1) que transportaba al vicecónsul británico, varios oficiales de cuarentena, y al médico de la salud que, tras escuchar de dónde veníamos, nos dijeron que sería imposible concedernos permiso para desembarcar hasta que no realizáramos una estricta cuarentena de doce días de duración, debido a que procedíamos de Inglaterra donde había una epidemia de cólera, enviándonos a permanecer frente al Lazareto.
El capitán, ante este primer fracaso de la expedición, al no poder sus geógrafos utilizar el Teide como punto cero para calcular la longitud, ni utilizar la costa para las observaciones, gritó: “arriba el foque”, levando anclas y haciéndose a la vela con rumbo a las islas de Cabo Verde.
Aunque no pude satisfacer mis ilusiones por las que tanto había suspirado, a la mañana siguiente, mientras navegábamos por un mar en calma entre Tenerife y Canaria, debido a la ausencia de viento, pude sentir el gran placer de comprobar la espléndida panorámica que me ofrecía el astro rey iluminando el pico de Tenerife –Teide-, mientras la parte inferior de la isla permanecía aún oculta por ligeras nubes”.
LOUIS C. DESAULCES DE FREYCINET (1779-1842)
El marino, naturalista, geólogo, geógrafo y botánico Freycinet, partió del puerto de Toulon (Francia) el 17 de septiembre de 1817, al mando de la corbeta L`Üranie, al mando de una expedición científica que tenía por misión determinar la forma del Globo terrestre, estudiar el magnetismo terrestre, la meteorología en el Pacífico Sur, y recopilar materiales para los museos de Historia Natural de Francia.
A su regreso naufragaron cerca de las islas Malvinas, perdiendo el material de historia natural que habían recopilado, por lo que tuvieron que adquirir una nao americana de tres palos, La Physicienne, con la que llegaron al puerto de Cherbourg el 13 de noviembre de 1820, tras una larga travesía de más de tres años.
A partir de este momento, Freycinet se dedicó a la redacción de su obra: Viaje alrededor del Mundo; la cual, en su Capítulo I.- Cuarentena en Tenerife, expone: “Apenas habíamos entrado en el océano Atlántico cuando varias personas de la tripulación se encontraron indispuestas con malestar general y dolores de estómago. Este estado se lo atribuí a la lluvia bastante fría que había caído el último día y a la que muchos marineros estuvieron expuestos, malestar con el que continuaban aún el 22 de octubre de 1817, cuando llegamos a la rada de Santa Cruz de Tenerife.
Las Canarias no fueron para nosotros las Islas Afortunadas, pues la entrada a la ciudad nos fue implacablemente prohibida. Esto fue lo que nos dijo el guarda de la salud que se acercó en la falúa de sanidad marítima (1), en el mismo momento de nuestro fondeo.
Aunque intenté convencerlo de que no estábamos apestados, tuvimos que sufrir la cuarentena, pues Santa Cruz acababa de padecer una epidemia de fiebre amarilla o vómito negro que había causado 9.000 víctimas. Al principio querían prescribirnos una de veinticinco días, pero nos la redujeron a ocho. Por ello, mientras a bordo se ocupaban del embarque de agua y de las provisiones de carne, vino, frutas y verduras que este lugar nos podía proporcionar, y como mi intención no era quedarme tanto tiempo inactivo, por mediación de un hombre que se atribuía aquí las funciones de cónsul francés, me puse en contacto con el gobernador español para que me permitiera realizar algunas observaciones de física, autorizándome a que las hiciera sin salir de los límites del Lazareto, que se encontraba al sur de la ciudad.
El acceso a este establecimiento fue difícil y peligroso, debido a la fuerza de las olas que rompen en los peñascos de la costa por donde desembarque de la falúa que me acercó a tierra, y la pendiente que luego tuve que subir hasta llegar hasta el aquel establecimiento, cuyo patio estaba lleno de escombros.
Al vernos llegar, el guardia y el centinela retrocedieron y nos tiraron las llaves, indicándonos por medio de gestos las puertas que teníamos que abrir, pues en este miserable edificio las dependencias estaban cerradas. También había unos cuartos sin contramarcos en las ventanas, en los que podías resguardarte de las inclemencias del tiempo.
Los soldados se alojaban en una chabola, mientras en el cuerpo de guardia solo había dos fusiles viejos y otros tantos trajes de uniforme en mal estado, que cada soldado vestía cuando le tocaba hacer la ronda.
Por uno de los centinelas supimos que la mayoría de los soldados de las islas pertenecen a las Milicias Canarias, personas de distintas profesiones reclutadas entre la población que se renuevan cada cuatro meses. Nunca realizan maniobras y nos aseguraron que algunos de ellos no han visto la pólvora nunca en su vida.
En este lugar permanecimos los días 25, 26 y 27 de octubre, realizando los experimentos magnéticos que constituían el objeto de nuestra escala. En los terrenos que rodeaban el exterior, donde unos guijarros marcaban los límites que no podíamos traspasar, pudimos observar que la inclinación de la aguja imantada era de 57º 58´ 49´´ y su declinación de 21º 3´55´´ Noroeste. También recogimos varios pedazos de rocas volcánicas, que parecían contener mucho hierro.
A uno de los centinelas que hacía la guardia con su arma al hombro, a la vez que se comía una bola de pasta, que amasaba con su mano, le pregunté:
-¿Qué está usted comiendo, camarada? Gofio.
-¿Está bueno? Excelente, pruébelo.
-¡La lengua se me pega al paladar!
-¿A cuánto asciende su paga? A esta comida.
-¿Y dinero? Jamás.
-¿Así que no tiene dinero?
-Por 10 reales daría la vuelta a la isla caminando.
-¿Aceptaría esta media piastra para que beba a mi salud?
-Es demasiado, van a pensar que he robado.
-¡Acepte, por favor!
-A fe mía, señor, temía no oírle repetir su generosa oferta.
-Mil gracias”.
LA FORMALIDAD DE LA VISITA DE SALUD
La visita de salud(1) era la primera formalidad que desde 1513 se le hacía a los navíos cuando llegaban al fondeadero de Santa Cruz de Tenerife, pues nadie podía bajar a tierra sin el visto bueno del certificado de salud.
Para evitar posibles contagios, la carta de salud se ponía en el extremo de una caña para que la recogiera el guarda de la salud, quien la comprobaba después de haberla pasado por vinagre, permitiendo o impidiendo la entrada a las personas que viajaban en el barco.
En el caso de que le hubieran negado la entrada, y el capitán optara por quedarse fondeado, debían pasar la cuarentena en el Lazareto de Puerto Caballo, vigilada e incomunicada.
En 1523, el Cabildo acordó que para mantener la salud del pueblo se guardara a la Isla con 47 puntos posibles de desembarco, apostando en cada uno de ellos a dos vigías con la misión de avisar, con un simple código de señales de humo, la llegada de los barcos con bandera amarilla; es decir, portadores de epidemias.
Este mismo año, el capitán general de Canarias, Marqués de Branciforte, exigió al Cabildo que pagase un médico para que acompañara a los dos diputados que iban en la lancha.
* Cronista oficial de Santa Cruz de Tenerife