POR CRISTINA JEREZ
Se han cumplido dos semanas desde que podemos salir a correr y pasear en Canarias y una desde que las terrazas y pequeños comercios abrieran. Desde entonces, hay algo que no deja de recorrer la cabeza de muchos: el mundo ha cambiado. La llamada “nueva normalidad” hacia la que caminamos, conlleva aceptar que a partir de ahora y durante un tiempo indeterminado, vamos a convivir con el COVID-19. No cabe duda de que el hito histórico de nuestra era es la pandemia global. Esta crisis es, primero, sanitaria y, luego, económica, un verdadero desafío para gobiernos y ciudadanía. La única forma realmente efectiva de atajarla en ambos frentes es acabar con la pandemia, esto es, acabar con la raíz del problema, eminentemente sanitario.
Pero ¿entendemos realmente el potencial de esta enfermedad, sus efectos en la salud y, por ende, en las economías mundiales? Lo primero es dejar claro lo que supone que el crecimiento -y decrecimiento- sea exponencial, así como los cambios de tendencia abruptos asociados que se pueden generar -pensemos en las alarmas que han saltado recientemente por un posible rebrote en Alemania y Corea del Sur-. El fundador de Microsoft y filántropo, Bill Gates, explica la magnitud del problema de forma clara en su blog, con el siguiente ejemplo: Imaginemos que el 2% de la población está contagiada y, cada 8 días se doblan los contagios, ¿cuánto tardaría en contagiarse toda la población? Solamente 40 días. Sin medidas de confinamiento y control, el COVID-19 llegaría a toda la población, generando un colapso total. Con medidas, lo podemos atajar, eso sí, con consecuencias: el hundimiento temporal de la economía. Por ello, desde que las UCI y hospitales de los países comienzan a vaciarse (a veces, incluso antes), diferentes sectores exigen el desconfinamiento, que pueda salvar lo económico. En todo este proceso hay una cuestión clave: el COVID-19 no ha desaparecido, ni lo va a hacer. Las tornas pueden girarse y los contagios multiplicarse. Es fundamental que las medidas de desconfinamiento sean excepcionalmente cuidadosas, de tal manera que ambas, salud y economía, sean salvaguardadas.
Cada vez está más claro que no vamos a poder recuperarnos económicamente de esta pandemia hasta que no contemos con medidas efectivas, esto es, tanto para su tratamiento como para su prevención. En el artículo citado, Gates hacía un símil bastante certero: la crisis del COVID-19 es, en impacto y magnitud, análoga a una guerra mundial. Y tal y como ocurrió en la II Guerra Mundial, hay tres herramientas clave para vencerla: innovación, ciencia y tecnología; y las tres necesitan tiempo para su desarrollo. Tratamiento, vacunas y capacidad de testeo son las tres armas claves en esta guerra contra el COVID-19. Está claro que las armas más efectivas -las vacunas preventivas- son las que más tiempo llevarán. Hasta entonces, la innovación en la gestión de la crisis se hace aún más apremiante. Necesitamos contar con herramientas (mayor producción de tests, aplicación de los mismos, etc.) que nos permitan desarrollar nuestras vidas y reactivar la economía de forma segura.
Mientras tanto y durante las diferentes fases de desconfinamiento, la ciudadanía oscila entre dos polos opuestos: temerarios y excesivamente precavidos. Quienes deciden saltarse las medidas de control y quienes no realizan las actividades permitidas en las diferentes fases por miedo al contagio: un problema añadido a esta crisis, tanto en las medidas que se van tomando, como en la comunicación de éstas. Sin duda, el reto global es encontrar el justo equilibrio: uno que permita la reactivación económica en convivencia con el COVID-19, garantizando la seguridad para la ciudadanía más precavida y vigilando a la más temeraria, todo ello, mientras esperamos a la vacuna efectiva, que sin duda ayudaría a salir de esta crisis. Les deseamos mucho ánimo en esta nueva realidad.