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Monarquía o república

Lo más vergonzoso –y cruel- del descenso a los infiernos de Juan Carlos I es que la trama ha caído en manos de ese periodismo de alcantarilla que antes se denominaba prensa del corazón y ahora se ubica sobre todo en infectos programas televisivos, que transforman a sus millones de espectadores en zombis hambrientos de violaciones del derecho a la intimidad, al honor personal y a la propia imagen de personajes más o menos públicos. En esos programas, famosillos analfabetos cobran importantes cantidades por acosar, denigrar e insultar la vida privada de tales personajes, unos personajes que, todo hay que decirlo, a veces colaboran en la exposición de sus miserias, previo pago acordado, por supuesto.

¿Por qué el anterior Jefe del Estado ha caído en semejantes redes y no ha permanecido en los ámbitos políticos y jurídicos que son propios de su condición? Pues simplemente porque las denuncias y acusaciones que le implican provienen de una amante despechada que quiere vengarse de los supuestos desamores de su antes amigo especial. Parece el argumento de un folletín o una novela por entregas de las de antes, pero es así exactamente. Y de todo eso es precisamente de lo que se nutre el periodismo infecto.

Por si fuera poco, el sector comunista –y parte del socialista- del Gobierno ha decidido aprovechar la situación indefendible en que se ha colocado el anterior monarca para intentar derribar la monarquía. Y la estrategia consiste en involucrar a su hijo, al que Sánchez intenta marginar –y sustituir- constantemente. Mientras tanto, los otros socialistas miran para otro lado y dejan hacer, aunque saben que ahora mismo no se dan las mínimas condiciones objetivas para que se consiga el objetivo que se busca. Pero ya se sabe lo que ocurre cuando el cántaro va tantas veces a la fuente.

En España, por motivos históricos muy intensos, la contraposición entre monarquía y república tiene una carga ideológica añadida, que implica la contraposición entre derecha e izquierda. Pero se trata de una contraposición que no responde a la naturaleza de ambas formas políticas. Hoy en día encontramos numerosos ejemplos de monarquías exquisitamente democráticas y repúblicas que son atroces dictaduras violadoras de los derechos humanos. Por otra parte, la propia conceptualización teórica de ambas formas políticas de acceso a la jefatura del Estado es problemática. Han existido monarquías electivas no hereditarias –el Sacro Imperio-, y han existido –y existen- repúblicas dinásticas hereditarias de una familia; la última, por ahora, la dictadura comunista de Corea del Norte.

La república implicaría una reforma constitucional agravada que sustituyera completamente el Título II, y está claro que nadie, ni siquiera los comunistas, va a intentarlo. Pero el problema estallará –junto a la cuestión territorial- en cualquier reforma constitucional que se intente, por leve que sea. Nuestra Constitución parece condenada a permanecer inmutable durante mucho tiempo, aunque necesita una puesta al día. Y hemos de tener muy en cuenta que un referéndum sobre la cuestión es más que probable que sería ganado por la opción republicana, y además por amplia mayoría.

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