tribuna

El drama que no era teatro

Nadie quiso creer al personaje del profeta. Lo dieron por loco al final del monólogo. Si hubiera existido el predictor de una revelación semejante en público, de lo que nos ha sucedido y aún nos acontece, y nos hubiera adelantado este pandemónium que ahora conocemos de primera mano, no habríamos dado crédito a sus palabras, y, tras escucharle, nada de lo expuesto habría sido tomado en serio. Como si fuera un iluminado dando rienda suelta a una alucinación. En las tres cuartas partes de este año hemos entrado en otra era y nuestros códigos de conducta y el nuevo canon por el que nos guiamos entrañan nuevas magnitudes de lo bueno y lo malo, lo grave y lo leve, lo verdadero y lo falso. Todo el mundo anterior se ha visto alterado. No, nadie, de haberlo pretendido, nos habría podido convencer, alertar o disuadir, tras su aspecto burlesco de predicador de lo oculto, vestido de negro sacro con su mochuelo de Minerva, de mascota, que al final emprendería vuelo, como entre un ciclo histórico y otro.
Así que el susodicho habría salido a escena y comenzado a decir disparates. Que el día D todos contraeríamos un pavoroso miedo que nos enjaularía en casa y alejaría de la calle como si de un campo de exterminio se tratara. Que los gobiernos decretarían la prohibición expresa de salir siquiera a pasear. Que, por la misma razón, los niños dejarían de acudir a clase y los mayores no podrían ser visitados, por mandato legal, en las residencias geriátricas. Que el encierro empezaría por unos países y continuaría por otros, de manera discontinua, hasta hacerse unísono. El Ejército recorrería las calles para abortar cualquier deserción y la policía multaría y podría detener a los insubordinados. El relator no daría más pistas sobre los motivos de la alarma. Solamente expondría los hechos a modo de alegoría. El mundo iba a ser confinado.
Nos miraríamos, los unos a los otros, al principio, sorprendidos, inquietos, perturbados por la idea dantesca del confinamiento mundial. De las escuelas cerradas. De las calles desiertas. Y al instante, giraríamos la cabeza para seguir el hilo de aquel anuncio, que, a juicio del adivino, “aunque parezca mentira, será real”. ¿Qué más dijo, qué más auguró? Habría continuado afirmando que no era su deseo hacer un cuento cruento, pero que iba a morir mucha gente, decenas, centenares de miles, acaso un millón, quizá más. Pero, dado el volumen de pérdidas humanas por las múltiples enfermedades mortales, cuyas dimensiones son mayores, no nos asustaron los muertos. Sí la soledad, el aislamiento, la conciencia de una reclusión insoslayable en todos los rincones del planeta. Después dio algunos detalles.
El viaje iba a desaparecer. La gente dejaría de hacer lo que más placer le producía hasta entonces: volar de un sitio a otro. Incluso, echaríamos a los visitantes de nuestro lado, los llevaríamos en masa a los aeropuertos, y, ¡hala!, fuera de aquí. No era vergüenza, era miedo a volar, a subir a los aviones, a cruzar el aire, atravesar las nubes, y llegar a cualquier otra parte. Porque, como se había dicho desde el principio, un miedo atroz -y, entre otros, ese- se apoderó de la humanidad. C’est fini! Las personas, salvo excepciones, dejarían de viajar. A más de uno de entre nosotros quizá ese vaticinio sí nos estremeció. ¿De qué íbamos a vivir, si en gran medida dependíamos de que la gente viajara? Y entonces prestamos más atención, quizá, al arúspice del búho, intrigados.
Las playas dejarían de tener la utilidad acostumbrada. Serían espacios desérticos, sin columbarios pero con aspecto sepulcral, y nos horrorizamos un poco más, porque, amén de la entrañable concurrencia de esa clase de espacio, la playa es la vaca que nosotros ordeñamos.
No se extendió en profecías económicas. Habló de un paro gigantesco, del hundimiento del PIB mundial. Balbuceó que durante el enclaustramiento los países detuvieron la actividad económica, unos más que otros, y el mundo se desfiguró por completo. El infierno no era similar en todos los países. Las fronteras habían sido cerradas, era asfixiante el aislamiento, reiteró. Los isleños de toda la vida no se inmutarían, pero el mundo continental entraría en estado de shock. Era algo nuevo y horrible. Continentes aislados. Islas vastísimas e incomunicadas.
Tras una pausa, dijo que los gobernantes, un buen día, abrieron la mano y la gente volvió a pisar la calle, pero todavía tenía el miedo en el cuerpo. Hubo mucha inadaptación. El orador pareció más documentado. Mencionó datos estadísticos, cifras apocalípticas. Entonces, advirtió que nada volvió a ser normal. Algunas ciudades cosmopolitas, citó Madrid, Londres, Nueva York, eran focos del desastre y la gente huía de ellas como alma que lleva el diablo.
Entre el público, una voz preguntó si el fútbol habría desaparecido también; otra se animó y requirió información sobre los teatros y espectáculos culturales… El orador habló del temor a los aforos. El fútbol sería a puerta cerrada, con las gradas vacías; la cultura se serviría en pequeñas dosis, para clientes escasos. Se pondría de moda la palabra suspender. Desde una modesta feria hasta la entrega solemne del premio Nobel. Habló, por fin, de España. En su retahíla, soltó que el rey padre abandonaría el país asediado por los escándalos de su fortuna en medio del caos. Por primera vez todo el mundo estaría igualmente mal, patas arriba, no apetecería emigrar. Habló, sin embargo, del instinto africano de moverse y citó a estas Islas, como un guiño local de su guion. Tuvo palabras de elogio para la ciencia sin dar más explicaciones. Deliró sobre la proliferación de líderes demenciales y, de pronto, deslizó una pregunta como si supiera la respuesta: ¿Vive Kim Jong-un? Pues, recordó, antes de que sucediera todo el horror descrito anteriormente, el mayor peligro era una guerra nuclear. Y, con evidente ironía, concluyó diciendo que todo podía haber sido aun peor. Nos miró, como si nos enumerara, y predijo: “Ahora están boquiabiertos. Mañana se taparán la boca”. No lo entendimos y rompimos todos a reír en una sonora carcajada. Él también, tras su máscara, y, antes de retirarse, soltó con las manos al ave rapaz, que sobrevoló nuestras cabezas. En el vestíbulo todos parecían coincidir en que estaba loco el personaje de la función.

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