El filtro de Canarias no es de recibo. Ni Europa ni España pueden mirar para otro lado mientras, en clave de rebrote (que es la norma de estilo), se multiplica por siete la llegada de pateras y cayucos, y celebran sin disimulo que han logrado aislar el problema. Es un insulto a los canarios, a la inteligencia y a los parias africanos que sueñan con Europa por internet y venden su alma al diablo por un pasaje en un ataúd de mala muerte para cruzar el charco. Los centenares de inmigrantes que pernoctan en las carpas de Arguineguín o en el polémico realojo extrahotelero de Maspalomas no pretendían mudarse a vivir aquí, sino en Francia y otros paraderos de parientes regularizados europeos. Esta es una escala asequible y lógica cuando se les cierran las rutas mediterráneas para no importunar a los bañistas de las costas peninsulares. Y es una travesía trampa, que entraña serios riesgos de naufragio y muerte. En la crisis de los cayucos de 2006 (precedente a escala de la colosal crisis de refugiados en Europa en 2015), cuando 31.000 africanos saltaron la valla atlántica y un número indeterminado pereció en las mallas concertinas de ese mar traicionero, Zapatero comprobó que España y el continente habían dado la espalda miserablemente a ese trozo del planeta tildado de tercer mundo y concibió contra reloj una estrategia que se llamó Plan África y que Ángel Acebes decía que estaba inspirado en otro de Aznar. De la noche a la mañana se pusieron manos a la obra, de Bruselas a Varsovia, todo el mundo empezó a hablar en Europa de África y de Canarias. Y ahora que la máscara nos tapa la boca, es más fácil mantenerla cerrada y dejar que los problemas se cronifiquen. En la crisis de los cayucos, Senegal y Mauritania eran las espoletas de una auténtica bomba de jóvenes potencialmente emprendedores que tanta falta hacían a sus países, pero se dejaban llevar por la onda expansiva y arribaban a Canarias sin resuello en ocasiones tras reiterados intentos desde regiones emisoras como la meridional Casamance al grito de “Barça o barsaj” (“Barcelona o el infierno”, en su lengua wolof). Cada vez el punto de partida estaba más lejos para burlar a las patrulleras fronterizas. Las barcas volcaban y los supervivientes repetían el sueño clandestino una y otra vez como una idea obsesiva de toda una generación. En la capital comunitaria, la Comisión alentaba a los Estados a arrimar el hombro y contribuir a una política común para aliviar el embudo insular de la grave oleada migratoria. En la capital polaca, la agencia Frontex encontró su razón de ser y se esmeraba en rastrear las aguas de los países de origen. Conocí entonces a Sami Naïr, el filósofo y político francés, que asesoró a Lionel Jospin, cuando enarbolaba políticas de codesarrollo y alertaba sobre el peligro de sembrar sentimientos xenófobos (como ahora en nuestro caso) si no se aligeraba la concentración humana en un espacio reducido de carga como este, cuando el ciudadano africano lo que busca es ser mano de obra europea y Europa lo necesita como agua de mayo. Este déjà vu de las pateras y cayucos poniendo rumbo a Canarias para huir de todas las pandemias a la vez (el hambre, la guerra y el virus) se suma al repertorio de calderos al fuego de las Islas, que viven no una mala racha, sino un contagio masivo de problemas de pronóstico reservado.
Los inmigrantes, si lo saben, no vienen, como declaran tras sentirse aprisionados en una ratonera, tan lejos como África de París. En España, Marlaska, el ministro de Interior, que vio venir esta crisis migratoria en su debut en un viaje a Mauritania, mantiene diferencias de criterio con Margarita Robles, titular de Defensa, y por esa disquisición seguimos sin disponer de cuarteles y locales dignos para acoger a los seres humanos que guardan cuarentena al raso en los muelles de Canarias o son confinados al por mayor por dar positivo en COVID en cualquier nave desocupada. Que el ministro de Migraciones, José Luis Escrivá, haya decidido no venir mañana a visitar la Lampedusa atlántica ha sido una torpeza política. El Gobierno de Sánchez acaba de contraer una deuda con Canarias por un problema de Estado.