el charco hondo

Geles

Ocurrirá dentro de 500 o 1.000 años -día arriba, día abajo-. Si queda mundo o algo que se le parezca cuando llegue ese momento, un grupo de arqueólogos, afanados en la búsqueda de utensilios, documentos u obras de arte, después de muchas horas paleando y levantando montañas de tierra encontrarán restos humanos. En un improbable escenario de cuerdas, rasquetas, pico y pala, los arqueólogos concluirán días o semanas después que los restos encontrados cerca de El Médano (antiguo asentamiento de tribus que calzaban cholas) pertenecieron a un hombre o mujer del año 20 del siglo XXI -a lo que coloquialmente solemos referirnos como el 2020- y que, oh, sorpresa, esos restos ofrecen información contradictoria, porque según los análisis realizados la edad de las manos no coincide con la del resto del cuerpo -de los huesos, vaya-. Las manos (por lo que contarán los escáners empleados) tendrán una edad muy superior a la del esqueleto. Meses o años después del hallazgo alguien hará una tesis sobre una civilización -la nuestra, a la que probablemente dentro de quinientos o mil años llamarán la de los enmascarados- que tenía por costumbre untarse las manos con una sustancia con una amplia gama de olores y densidades, un líquido -demasiado espeso o demasiado líquido, sin término medio- que utilizando gel hidroalcohólico como componente matriz dependiendo de dónde se ofrecía olía a gel -propiamente-, a ginebra de garrafón, mayonesa cortada, mousse de brócoli, buche de bebé recién destetado, aliento de resaca o agua de colonia en oferta -en según qué locales, desprendía un olor solo comparable al de los charcos que se forman en las principales calles del carnaval de nuestro tiempo-. De ahí la diferencia de edad que separa a las manos, prematuramente envejecidas por el constante uso del líquido aludido, de los huesos del resto del cuerpo. Claro que no acabará ahí el estudio, también la textura llamará la atención de los estudiosos, a los que costará entender por qué el gel a veces se asemejaba al agua mineral pero otras, en lo que a su densidad se refiere, respondía a las características del bienmesabe, el dulce de leche o el príncipe Alberto recubierto de polvitos uruguayos -y del flan de la casa, incluso-. 500 o 1.000 años antes de que los arqueólogos nos encuentren -a nosotros, civilización con hábitos sobrevenidos tan extraños- tampoco entendemos a santo de qué hay tantos geles como restaurantes, tiendas, bares u oficinas.

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