El pasado 9 de agosto se cumplió el 70 aniversario de la partida desde La Gomera del Telémaco hacía América, en el que se ha dado en llamar el último viaje ilegal de inmigrantes canarios hacia Venezuela, el mismo título que con el que Ángel Suárez Padilla, hijo del timonel del barco, dedicó en un libro a documentar una odisea en la memoria de los canarios y, sobre todo, de los gomeros, al tener origen o relación con esa isla 164 de los 171 personas que llegaron a La Guaira 38 días después, el 16 de septiembre de 1950. Todos, más un malagueño que se subió al barco en Martinica, eran canarios y llegaron sanos y salvos, pero enjutos y muertos de hambre.
En ese motovelero de 27 metros de eslora, que hacía habitualmente el trayecto de San Sebastián a Santa Cruz de mercancías, partieron 170 personas desde Valle Gran Rey, de las cuales siete se embarcaron en Taganana, cuatro días antes de la definitiva partida, siendo el inexperto Santiago Jerez Padilla, el patrón del barco. 38 pasajeros procedían de Valle Gran Rey, 33 de San Sebastián (entre ellos, la única mujer a bordo, Teresa García Arteaga, prima hermana de mi abuela Celestina), 32 de Alojera y Vallehermoso, 27 de Agulo, 25 de Hermigua (entre ellos mi abuelo Miguel Díaz), 7 de otros caseríos (Chipude, Arure, Taguluche…) y 2 de Playa Santiago. No se subieron más al barco, aunque hubo 24 bajas por mareos en el inicial trayecto de San Sebastián-Valle Gran Rey-Agulo-Taganana, siempre de noche para evitar ser avistados por la Guardia Civil. La inmigración aún era represaliada por Franco y, además, en aquel viaje muchos de los ‘huidos’ eran republicanos, según relata Ángel Suárez Padilla. Pero en verdad, la partida tenía más que ver con el hambre que con la política.
La partida real se efectuó el 9 de agosto y con el pasaje y la tripulación -algunos pescadores del Puerto de la Cruz, entre ellos- se embarcaron 42 sacos de gofio, 10 sacos de pescado salado, 1.700 kilos de papas, una caja de latas de leche condensada, una caja de botellas de coñac, tres garrafas de aceite, y dos cajones con carne de cerdo en salazón, además de toneles con agua dulce. 19 días después, tras una travesía plácida, llegó la gran tormenta qué duró 16 horas, perdieron la mayor parte de los víveres y el agua, mal amarrados en la cubierta, mientras los pasajeros se apiñaban en la bodega, llegando incluso a beber agua de mar para subsistir. Entonces, a 600 millas de Martinica, se produjo el milagro, el avistamiento del petrolero español Campante, les salvaría de morir deshidratados. No le dejaron subir al barco, por miedo al contagio de alguna enfermedad, pero les proporcionaron barriles con agua, aceite y kilos de arroz. Suficiente para seguir el ‘último viaje’ hasta Martinica, donde llegaron diez días después, con la suerte de encontrarse allí con un cónsul español de origen grancanario, quien les facilitaría víveres y gasoil para proseguir el viaje hasta La Guaira, a donde llegaron, tras cinco días más de navegación, el 16 de septiembre de 1950.
Allí se encontraron con una cadena de barcos clandestinos como el Telémaco y tuvieron que pasar 40 días confinados en la Isla de Orchila hasta que cada uno de los inmigrantes gomeros emprendió su nueva vida en la ‘octava Isla’. Peor suerte corrieron los 10 miembros de la tripulación que fueron repatriados a España.
Teresa García Arteaga
En una odisea así, resulta llamativa la presencia de una sola mujer en aquel viaje. Teresa García Arteaga, nacida en El Hiero, pero desde los tres años en La Gomera, hija del herreño Gonzalo García Castañeda y de Madrona Arteaga, natural de San Sebastián, se embarcó junto a su tío Manuel, con solo 22 años, con un permiso especial al tener ya en Venezuela a su esposo Antonio Aguilar, residente de Hermigua, con quien se había casado por poderes. “Cuando salimos, el velero estaba tan cargado que podíamos tocar el mar estirando la mano por la baranda”, señaló en 2015 cuando fue distinguida con la Medalla de Oro al Mérito Civil otorgada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España. Dos años después , en octubre de 2018, murió a la edad de 91 años en la ciudad venezolana de Cagua, cuna de muchos canarios, algunos de los que llegaron con ella aquel 16 de septiembre de hace 70 años.
En 2001 visitó La Gomera invitada por el Cabildo y, aunque recordó con emoción sus vivencias de la niñez y adolescencia en las calles ahora asfaltada o empedradas de la Villa, regresó a Venezuela junto a su marido y tres hijos, uno de ellos, Teresa, fallecida a temprana edad.
Recuerda del viaje del Telémaco que pensó en la muerte cuando “el velero se convirtió en una mecedora” y el desasosiego y el horror se apoderaron de la vida de los pasajeros, quienes llegaron a creer que la nave se iría de un momento a otro a pique y que no pisarían nunca más tierra firme.
Pero Teresa y sus 170 compañeros de aventura lograron alcanzar “la tierra prometida” y allí, a pie de escalerilla, le esperaba su marido, que con los papeles en regla pudo rescatarla de no pasar la cuarentena a la que fueron sometidos en una isla el resto del pasaje. Teresa y Antonio no hicieron fortuna dineraria, pero “pude darle estudios a mis hijos e inculcarles la educación familiar”, recordó en aquel regreso ocasional a su tierra gomera.
Compraron el barco
El Telémaco era un pequeño motovelero, de 27 metros de eslora, 6 de manga y 6 de calado, con dos palos, además de un pequeño motor central. Esta goleta era usada solo para el transporte de mercancías entre San Sebastián de la Gomera y Santa Cruz de Tenerife. En 1950, un numeroso grupo de personas interesadas en emigrar lo antes posible hacia Venezuela se empeñaron en el objetivo, no de pagar el pasaje (5.000 pesetas, cuando el salario mensual era de 15 pesetas), sino de adquirir un barco y así lo hicieron comprando el Telémaco a la sociedad Gil Hernández Hermanos de Las Palmas, por la nada despreciable cifra 520.000 pesetas.