viernes a la sombra

Buenos modales

Si no sabemos dialogar, difícilmente sabremos discutir. Nada atempera los ánimos de un pretendido debate político. Pretendido, porque lo que se contrasta luego es un nivel bajísimo de saber intercambiar criterios y valoraciones, la esencia de la democracia que, supuestamente, ha de fortalecerse para sustanciar la convivencia plural y respetuosa. La realidad es que ni en tiempos de zozobra pandémica se adivina una tendencia al sosiego, a la dialéctica edificante aún desde la defensa de posiciones contrapuestas.

Difícilmente avanza el país con estos considerandos. Prima el encono, se sacude la crispación. Desde la presidencia de las instituciones, allí donde se debate, “el templo de la palabra”, como gustaba decir a la actual ministra de Política Territorial y Función Pública, Carolina Darias, cuando ejercía como presidenta del Parlamento de Canarias, se hacen auténticos esfuerzos para guardar las formas, tan importantes en política. Pero se diluyen, apenas son tenidos en cuenta. La prueba más reciente es la intervención de la presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet, esta semana durante la sesión de control al Gobierno, cuando terminó pidiendo ¡respeto! a sus señorías, tal era el desmadre que se había apoderado de la Cámara. Pero está comprobado que no se respetan ni las ausencias y que los terceros o aludidos se puedan defender.

Palabras gruesas, frases concebidas y memorizadas pensando en los titulares del día después y en dar juego en redes desde que alguien las cuelga. En muchas se adivina el rencor. Hay una manifiesta proclividad a la descalificación, parece que cuanto más elevada de tono, mejor. Una cosa es la vehemencia y otra, muy distinta, la desacreditación o el desprestigio por sistema.

A medida que se van soltando, cuesta poco que el caudal gane en intensidad y fluya sin control buscando incomodar y molestar. Lo peor es encontrar alguna queja argumentada bajo la restricción de la libertad de expresión cuando desde la presidencia se llama al orden
Cierto que hay algunos especialistas en alborotar, en provocar, en lanzar dicterios y términos ofensivos. Confunden la dialéctica hábil, punzante, afilada y mordaz –hay que tender dotes para eso- con el lenguaje procaz, desvergonzado e insultante, hasta llegar a la triste conclusión de que si no se obra con tan mediocres recursos, quienes lo hagan será calificados de tibios, mansos y anodinos.

Los representantes públicos, de cualquier nivel, deberían ser conscientes de que ese comportamiento cuando tienen la palabra contribuyen a la desafección que la política en general ha generado y sigue despertando en la sociedad, independientemente de las simpatías o afinidades y convicciones ideológicas. Por múltiples razones –alguna más grave, desde luego, como la corrupción y las prácticas excluyentes- el desprestigio se ha ido apoderando de la actividad política y ha emponzoñado la democracia, hasta hacerla difícilmente convivible. Cierto que eso es lo que quieren los extremistas, a los que el sistema y las bases de la convivencia les importa un bledo, y por consiguiente, no hay que seguirles el juego. Pero parece claro que ni los estragos de la Covid-19 han modificado ciertas conductas y los hábitos que vienen caracterizando la vida política española, necesitada, desde luego, de moderación, tolerancia… y buenos modales.

TE PUEDE INTERESAR