tribuna

¡Vamos Rafa!

Grandísimo partido de Nadal. Un Roland Garros con mascarillas se ha rendido a sus pies, pero el triunfo se ha trasladado a cientos de millones de espectadores que lo vieron por televisión. Un español consigue el reconocimiento universal cuando España encabeza el ranking de la desgracia. Ha ganado solo en la cancha, sin un público que lo aúpe, sin triquiñuelas de despachos, sin campañas extradeportivas, (ya en su día recibió las críticas de una ministra francesa y fue objeto de burla en los teleñecos del país vecino) a pulso, demostrando la continuidad de su esfuerzo sacrificado, sin trucos, que es cómo se consiguen las cosas importantes.
Hay algunos que lo llaman fascista porque pone a España por encima de todo. Son gente que reniega de su patria y, sin embargo, apoya a los que dicen dirigir su destino. En esa contradicción vivimos. Menos mal que existe un Nadal para reunir en torno a su persona una opinión unánime de orgullo. Hay quien cree que sentirse orgulloso de lo suyo es cosa de minorías, pero esto no es cierto, a pesar de que un día al año haya gente que salga a la calle disfrazando su esperpento para exigir respeto. Así no se incorporarán jamás a la normalidad y seguirán en el terreno de la excepcionalidad, que es donde les gusta estar.
Lo normal es presumir del triunfo, cuando este es rotundo, y no avergonzarse de él porque se aleja de la imagen de lo diverso y consagra el ideal unitario de participar de la inmensa cantidad de cosas que nos son comunes. Las que nos hacen sentirnos nación. Nadal representa eso. Hace unos días la ministra de Exteriores anunciaba el encargo a una comisión de expertos de una campaña para mejorar nuestra imagen, basada en lo diverso como gran valor de cohesión. Nadal, que representa lo contrario, no entraría en este modelo.
Nadal no es independentista ni populista. Es simplemente un jugador de tenis que ha sido capaz de ganar trece veces el mayor torneo del mundo en tierra batida. La esperanza de que no todo vuelve a estar en descomposición, como decía Ortega y Gasset en su España invertebrada, de 1921. El Estado se desarticula cuando la representación máxima de su gobierno es el reflejo de la desvertebración. Ahora preferimos ofrecer la cara de la realidad dispersa antes que la otra realidad unificada, como si una tuviera más fuerza que la otra, como si un telón antepuesto sirviera para asfixiarla y ocultarla, y lo que somos es lo que algunos se empeñan en aparentar.
El error está en considerar que la España unida es una imagen pretérita de la dictadura, en lugar de verla como el símbolo inequívoco de la Transición. Nadal sirve para poner en pie que existen valores capaces de superar la crisis de la que hablaba Ortega a principios del siglo pasado. Nadal es capaz de ir a París y llevarse la copa sin que nadie le chiste. Ojalá otros pudieran decir lo mismo.
En un país donde se quema la imagen del rey, donde no se condenan los asesinatos y se pacta con sus autores, donde se critica a un régimen autoritario en un país hermano y se cogobierna con sus simpatizantes y mentores, donde el poder se apoya en quienes pretenden destruirlo, es bueno que Nadal triunfe con rotundidad para demostrar que las cosas son de otra manera.
La mayoría no está involucrada en la absurda batalla de Madrid, ni en los debates inútiles sobre los jueces, que lo único que hacen es escenificar su falta de independencia, más por la presión de los que intentan influirles que por las faltas a la deontología que les obliga. La mayoría está con Nadal; porque, mal que les pese a algunos, la España indestructible es la de la raqueta que ha vencido en una cancha de la capital de Francia ante los ojos de todo el mundo. ¡Bravo, Nadal!

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