La derrota de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales de Estados Unidos constituye una buena noticia para las personas demócratas de todo el mundo, más allá de las mayores o menores esperanzas o las incógnitas que se mantengan sobre su sucesor en el cargo, Joe Biden. Es la derrota del populismo de extrema derecha, de una propuesta en la que se mezclan machismo, racismo, xenofobia, desprecio hacia los emigrantes y ninguneo de la crisis climática. Es la derrota de quien apoyó de forma entusiasta al brexit y mantuvo un evidente distanciamiento hacia la Unión Europea, a la que prefería, al menos, mucho más debilitada. De quien impulsó de forma decidida el enfrentamiento comercial con la República Popular China. De quien mostró y muestra una abierta hostilidad hacia los periodistas y los medios de comunicación; y de quien no tuvo reparos en llevar a cabo y difundir miles de informaciones falsas durante su mandato.
Es la derrota, asimismo, de quien minusvaloró la pandemia de la COVID-19 con propuestas extravagantes y desprecio a las medidas de protección básicas. Estados Unidos es una de las naciones más afectadas por la pandemia, con casi 11 millones de personas contagiadas y cerca de 250.000 fallecidas. Con especial incidencia de la enfermedad entre la población latina y afroamericana, que son también los colectivos que más están sufriendo los efectos económicos y el incremento del desempleo.
Megalómano y autoritario
Su resistencia a reconocer el triunfo en las urnas de Biden -una victoria sustentada en el apoyo electoral de jóvenes y mujeres, así como en el de las minorías étnicas y la clase trabajadora- y su empeño en calificar a los comicios como fraudulentos sin aportar ninguna prueba, retratan a un personaje megalómano y autoritario, incluso grotesco.
Pero más allá de su impresentable actuación individual, de sus modales de pésimo perdedor y de la ausencia de valores democráticos, lo que está sucediendo sitúa en muy mal lugar a un partido, el Republicano, en el que, salvo honrosas excepciones, como el expresidente George W. Bush, la mayoría ha optado por refrendar la postura lamentable de su candidato de no aceptar la derrota. Da igual que un comité que forma parte de Departamento de Seguridad Nacional haya señalado que son las presidenciales “más seguras de la historia” y descartado un fraude.
Un planteamiento antisistema surgido desde el propio sistema que agudiza la fractura política y la división interna en la gran potencia. El no aceptar su derrota y, como corresponde, felicitar al ganador y poner en marcha una normalizada trasmisión de poderes, es algo completamente inusual en las democracias y fomenta la desconfianza en las urnas, en la política y en las instituciones, alimentando las tentaciones totalitarias.
La llegada al poder de Trump tras las elecciones presidenciales celebradas en noviembre de 2016 constituyó una auténtica sorpresa. Los sondeos no valoraron el importante arrastre electoral del empresario, con una amplia experiencia en los medios de comunicación, y las profundas reservas y la limitada ilusión que generaba Hillary Clinton en una parte de los posibles votantes demócratas, que la identificaba como una integrante más de las élites dominantes, en más de lo mismo, y muy alejada, por supuesto, del carisma y el apoyo ciudadano del hasta entonces titular de la Casa Blanca, Barack Obama.
Negacionismo climático
La elección del multimillonario neoyorkino en aquellos comicios de hace cuatro años truncó los avances de la etapa presidencial de Obama. En dinámicas internas, como su oposición radical a la reforma sanitaria de Obama o el escandaloso nombramiento de una jueza ultraconservadora en los últimos días de su mandato. Y en la política exterior, con su rechazo al multilateralismo, la ruptura del acuerdo de control nuclear con Irán o el recrudecimiento del embargo a Cuba, tras una etapa de distención, la de Obama, que incluyó la visita del presidente estadounidense a la isla caribeña, la reapertura de relaciones y el regreso de las conexiones turísticas. O el abandono de distintas organizaciones internacionales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), en plena pandemia de la COVID-19, y la UNESCO. Destacando, por otra parte, su negacionismo respecto al cambio climático, negándose a que Estados Unidos siguiera formando parte del Acuerdo de París.
El trumpismo ha dado alas a líderes y formaciones extremistas en distintas zonas del mundo. Desde Jair Bolsonaro, en Brasil, a Matteo Salvini, en Italia, pasando por el húngaro Viktor Orbán. Y a la extrema derecha española, que se limita a repetir como un loro lo que escucha al otro lado del Atlántico y, por eso, continúa sin reconocer el triunfo de Biden y habla de la necesidad de esperar a los resultados definitivos, aunque algunos de sus miembros en las instituciones europeas van más allá y se muestran convencidos, sin prueba alguna, de que ha habido fraude en diversos estados.
La ventaja electoral de Biden, 306 votos electorales frente a 232, con cinco millones de sufragios más que Trump, no oculta que el derrotado candidato a la reelección superó los 72,7 millones, mejorando sustancialmente sus resultados de los anteriores comicios, aunque perdiera entonces con Hillary Clinton en número de papeletas; y, en esta ocasión, nadie puede alegar desconocimiento sobre sus planteamientos ideológicos y sus políticas. Una parte sustancial de la sociedad americana, mayoritariamente hombres blancos y de sectores rurales, pero no solo, se ven reflejados en el dirigente conservador.
Falta por saber cómo maniobrará en el próximo período, más allá de su anuncio de una catarata de recursos judiciales contra los resultados electorales desfavorables, que de momento no le están dando resultado alguno. Y hasta qué punto entorpecerá una transición hasta la llegada de Biden a la Casa Blanca, una transición que está siendo bloqueada. Y, también, qué quedará del trumpismo sin Trump en la Presidencia. En la sociedad estadounidense, donde parece que ha dejado huella su mensaje en amplias capas sociales; y en el ámbito internacional, donde su discurso de negación del cambio climático, minimización del papel del Estado, descalificación de la política, rechazo de la ciencia, ha calado y alimenta, como pudimos escuchar en la moción de censura presentada por Vox, el argumentario de la extrema derecha.
Como la historia demuestra, las crisis económicas y sociales constituyen un caldo de cultivo privilegiado para el avance de los autoritarismos. Hay que trabajar denodadamente para conseguir el retroceso de esos planteamientos que ponen en riesgo a la democracia; y para ello resulta fundamental que se desarrollen plenamente medidas justas frente a la actual crisis sanitaria, económica y social.
Apoyando a las empresas y a los trabajadores, reforzando los servicios públicos y protegiendo a las personas más vulnerables. Y también hay que actuar desde el plano estrictamente político para no dar coartada ni ser cómplices de postulados retrógrados a los que no se debe facilitar el acceso al poder ni otorgar un papel determinante en la formación de mayorías de gobierno en las instituciones.
*Vicepresidente y consejero de Hacienda del Gobierno de Canarias