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Demócratas progresistas

Noam Chomsky (1928-Filadelfia) es hijo de judíos ucranianos emigrados a Nueva York en la primera posguerra de Europa. Lingüista, filósofo y politólogo, reconvertido en apóstol de las izquierdas globales. En su última obra, Malestar Global (2018), aborda los grandes conflictos, señalando que “la gente ya no cree en los hechos, las comunidades informadas no adoptan decisiones racionales”. Se ha incorporado al “relativismo cultural”, que deconstruye la verdad y la aleja de la crítica. Recuerda su postura a la que trajo Georges Orwell a la guerra civil española, integrado en las Brigadas Internacionales. Quien luego desencantado de su trágica experiencia, escribió su siempre actual distopía 1984. Crítica de los sistemas estalinistas. Chomsky prefiere colocarse en la distopía, se confiesa anarquista, detractor de la globalización y apoya a Podemos en Sudamérica y en España, a distancia de la razón y que predica.
El conflicto entre “demócratas y progresistas” divide a España y expulsa demócratas hacia los extremos. Perdida la razón, la identidad de grupo se cohesiona con el marketing. Los ajenos pasan a ser “reaccionarios, fachas, franquistas y fascistas”. Postura a someter al juicio de la razón, donde se enfrentan los ideales de la cultura occidental, el liberalismo económico y el estado de derecho, contra el “relativismo progresista” de los derechos segmentados, con leyes contra el consenso de las mayorías sociales. No cumplen con el principio de “reciprocidad”, donde las leyes son desiguales, como es el caso de la ERC de Rufián, al negar a Madrid la fiscalidad que no se exige para sí. Tampoco los progresistas diferencian entre lo “sustantivo y lo adjetivo”, cuyo caso más señalado son los “fueros navarro y vasco”, que se pasan a recobro en cada debilidad del gobierno nacional.
La novena ley educativa de la democracia, la Ley Celaá, es “progresista”. Modifica el español como lengua vehicular de España. Donde oímos a Manuel Azaña, que se opuso a la cesión de la competencia, esencial para la identidad de la nación. Como bien sabía Pujol, que situó aquí desde el principio su “línea roja”, que ha venido royendo la Constitución, incluso contra las sentencias judiciales, que no se acatan ni corrigen por la Alta Inspección del Estado, la última en estos días. Opera el idioma en varios frentes, se promueve el idioma propio y se ataca el español, de práctica social mayoritaria. El idioma es el núcleo de la identidad, el espacio de los elegidos, quedar fuera de él te destierra política, social y económicamente.
El “progreso” lo extienden a recortar la libertad de la educación concertada, la libre elección de centro, la competencia y la calidad educativa, relegan la religión contra el Concordato vigente. Con la Ley de Memoria Histórico-Democrática se quiere progresar en el relato, legitimando la II República y su Constitución, cuyas polarizaciones nos llevaron a la guerra civil. Ley anticonstitucional enfrentada a la Ley de Amnistía del 77, núcleo de la Constitución del 78. Conflicto que extienden a la nueva Ley de Eutanasia, que pasa de ser pasiva a activa, como en Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Canadá y Colombia, extremada sin consensuar con media sociedad y sin informe científico del Comité de Ética. Contra el valor simbólico de la vida, cualquier ley se complica; mientras el estado nos invade hasta en la muerte.
También sufren las fronteras entre “democracia y progresía” en el mundo de la Justicia, el tercer poder independiente, que se resiste a ser ocupado en su núcleo esencial del Tribunal Supremo. Se le exige la “renovación progresista” y en su defecto se le amenaza con una ley paralela, que tuerza la exigencia constitucional de los 3/5 para el acuerdo, hoy detenido por la UE. Los conflictos están servidos y polarizados, racionales contra “cabezones”, la ciencia contra la tribu.

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