Los herrajes de este año no dan tregua y a Alberto Delgado se lo llevó el mismo portazo que nos deja a todos tocados para siempre. Bromeábamos con la paradoja de que Alberto se apellidara Delgado. El gigante corpulento (Prieto, sí le hacía honor el segundo apellido), un superviviente de los ancestros culturales de la Obra Social de CajaCanarias, la de los tiempos insurrectos de Pascual Arroyo Gajate en los sótanos de la Plaza de Santo Domingo, el guitarrista, el augur de los cantautores y el hombre público del Gobierno de Canarias que sobrenadó la Gran Recesión y capeó el temporal, ha muerto.
Las emboscadas de 2020 no han perdonado a unos cuantos imprescindibles, y el año claudica cobrando estas facturas humanas que nos descuadran el balance. No estamos sobrados de efectivos, y la cultura sale malherida de la cornada del año que invirtió la suerte. El toro que se vengó en todas las plazas, sin excepción. En Canarias, la muerte de Alberto Delgado es una baja sensible para la Cultura, en tiempos de contraofensiva, justo cuando la crisis de la pandemia, o la pandemia de la crisis, dejan noqueado al sector y hacen falta los mejores para gestionar el pospartido.
Estas muertes contravienen los planes de recuperación y la de Alberto, en concreto, entraña un final de etapa en lo sentimental y amplio de la palabra, cuando tener 67 años es todavía prematuro para hacer las maletas, y nos ha caído una bronca a cierta facción generacional, porque Alberto no se debió ir así, sin más. La ingrata avidez de esta leva a toda prisa ha hecho maleducada a la muerte. Alberto era un buen tipo, poco dado a exhibir los galones de aquellos años de la otra pandemia de este país en los 70 con Franco. Y por eso apadrinaba cierta progenie de los tiempos hostiles, bastante antes de que llegara la democracia, hoy embalsamada en este Día de la Constitución, y las autonomías, y esta ruleta rusa del coronavirus, que no ha sido su guadaña, pero sí la causa del toque de queda desde anoche. Cuando lo conocí ya era eso que conocemos por un hombre de la Cultura. La Caja -la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Santa Cruz de Tenerife-, la de Juan Cas y Juan Ravina, la de Ernesto Lecuona y Quintín Padrón, la de Álvaro Arvelo y Pascual Arroyo, era – contengo cierta íntima emoción recordándola ahora, porque nos estamos haciendo viejos- la Casa. La Casa de la Cultura, no de Tenerife, no de la provincia exclusivamente. Era la Casa de la Cultura de Canarias. Aquella Caja, que dotaba de colegios y guarderías, libretas de ahorro y bibliotecas, desplegaba una obra cultural por todo el archipiélago como por un sentido del deber cuando el litigio de las islas estaba al rojo vivo.
Ahuyentamos de tal modo el pleito insular que, en nuestra arquitectura de esta tierra, no cabía otra manera de hacer las cosas, y así conocí a Alberto, en aquella fábula de una sola Canarias, cuando Pascual Arroyo era nuestro Zeus particular abriéndose paso en la dictadura, con rayos y truenos, lo cual ahora nos suena a las batallitas de la guerra del abuelo. En mitad del tardofranquismo aquella gente a la que me uní se batían el cobre promoviendo ciclos o ciclones culturales en todos los pueblos de la geografía del archipiélago.
Eran un par de Juanes que los tenían bien puestos, pues tanto Ravina como Cas, y Cas como Ravina, no se arrugaban ante las continuas requisitorias de la autoridad competente, gubernativa o directamente policial, como era el caso. La Caja iba por delante de los acontecimientos, rompiendo hielo, y se inventó la autonomía que no teníamos y hacía su propia cruzada de cantantes y titiriteros, cineastas y pintores, juglares y rapsodas, músicos y danzantes, cofrades todos de aquella troupe de artistas propios que itineraba por los pasillos insulares de una Canarias por hacer, en pañales antes de erigirse en gobierno de sí misma. Éramos cooperantes de la Cultura, cuando solo la Caja hacia lo que hacía y era gratis, y aún no existían las ONG. Aquella ofrenda de guerrillas culturales convenía con la corriente democratizadora del país y, en buena parte, con la rabieta regionalista y pronto nacionalista de un sector de la sociedad rebotado por los índices de pobreza, analfabetismo y sumisión de la clase política local. Y en esas, Pascual y Alberto nos envolvieron en su mítica y durante aquellos años terminales de la dictadura y después en la Transición hicimos proselitismo descaradamente con los calderos al fuego de la cultura popular.
En una ocasión, Alberto contó que la Caja trajo a las grandes orquestas de Moscú y Nueva York antes de que el Festival de Música de Canarias tomara el testigo de su predecesor, el Festival de Música y Danza de Primavera, y así se las gastaba cuando todo era inédito y estábamos poniendo los pilares. En aquella universidad disfrazada de Caja de Ahorros (que en las huelgas se volvía una caja de Pandora), donde se impartían tantas disciplinas artísticas a la vez, nos formamos unos cuantos afortunados que aprendimos a creer en las primeras piedras de todo proyecto. Alberto era uno de los gestores pioneros de la cultura en Canarias, de la saga de aquel atelier. Nunca hizo alarde del período preindustrial de la cultura que describo y de su papel en la antropología del sector cuando se cocinaba con símbolos, banderas e ideologías en plazas y calles. Esa mili cultural la recuerdo como un máster. Luego cada uno siguió su camino, y guardamos la conmilitancia, el ADN, para la vida en libertad que nos habíamos prometido con la candidez de nuestra generación. Esta ha sido la historia de un país que se rehízo a golpe de voluntarios como Alberto Delgado, que aparcó la música profesional y se esmeró en procrear artistas activistas como gestor y como director de la Coral de Voces Blancas en aquella Caja de sorpresas, con Jesús Fariña y el propio Pascual.
Un día le pregunté, ¿qué hubieras querido ser en la vida? “Director de orquesta”, me dijo sin dudarlo. Había hecho el intento, cursó estudios pertinentes, pero le faltó la beca y se quedó en la orilla del sueño. Ahora, quizá, ya esté dirigiendo a las musas de la orquesta anhelada. Alberto, lleno de humanidad, grande como un niño eterno.