por qué no me callo

El mural de César

En una visita circunstancial al Lago Martiánez, nuestro periódico descubrió un mural inédito de César Manrique. En el año de su centenario es un hallazgo que resucita, desempolvando su alma, que era el arte, al creador de esta tierra, en cierta forma lo más parecido a un dios carnal. César Manrique -quienes lo conocimos guardamos del hombre su inmortal holograma en perpetua conversación, como si en todas partes permaneciera su huella, del Lago Martiánez del Puerto de la Cruz al Mirador de La Peña- nos dejó, por tanto, esta sorpresa bajo tierra, para que fuera rescatada del olvido de un modo inesperado y casi arqueológico. Fue en esa incursión a la isla del lago de su memoria. Allí estaba el mural desconocido de César, como una revelación, porque las flechas cruzadas y los círculos radiales que cubren la pared del largo pasadizo, en una composición que se estira en el espacio y el tiempo, contiene signos davincianos de la mente esotérica del artista, en su tributo a la “alta ingeniería” (como recuerda Juan Alfredo Amigó) de un completo profano de los arcanos de las matemáticas.

Si a Manrique hay que buscarlo y desentrañarlo, siguiendo las pistas inconexas de su plástica y bocetos espaciales, debemos entrar en el espiritismo de su mente con ayuda de la ouija y preguntarle, como decía Saramago, al fantasma de César. Este mural es una formidable platea para contemplar la psique de César. Es enigmático y bello, de colores impulsivos y abrasantes, es César en un arrebato de explosión, vitalista y sugerente. Los testigos del momento en que tuvo el arranque de hacer esta obra cuentan al periodista Juan Carlos Mateu, que cazó la noticia, cómo se transformó el lanzaroteño ante el paredón del túnel de Martiánez, y sacó la naturaleza del genio (del genio de la naturaleza) con los ojos encendidos como un poseso.
César era un rayo, un creador, tenía el instinto del fuego de su isla, no podía contenerse cuando el brío del volcán lo sacudía por dentro.

Y plasmó la escena interminable hacia el infinito, con el ocho horizontal del uróboros que intercaló entre una inusual simbología de sus paradigmas. El estudio que ahora procede hacer de este mural enigmático del artista más fascinante y adorable que han dado las Islas nos deparará, a buen seguro, un sinfín de curiosidades y averiguaciones. Lo cierto es que no podíamos culminar de mejor manera el año del siglo de César. Dar con este vestigio póstumo de su obra ha sido un regalo navideño para todos los canarios. Queremos mucho por aquí, en efecto, a César Manrique, que no fue solo profeta en su tierra, más allá de las envidias localistas que le cabreaban tanto, sino nuestro mejor coach y mosquetero, la personificación de un extraterrestre bueno que anhelaba la tentación de volar al espacio como una piedra regresa cuando cae al suelo, y el más consciente de los canarios de que a las islas hay que amarlas y admirarlas para no echarlas a perder.

De un modo impensable César nunca dejó de estar presente entre nosotros; nos había dejado huellas de su paso por todas partes, esculturas, cuadros, cuevas, jardines, belvederes naturales… Y en el yacimiento de su lago, como en la Cueva Tiznada de La Palma, allí estaba, bajo el nivel del mar, un César inédito y oculto como este año de clausura que estamos despidiendo sobrecogidos. Bienvenida la impronta de este amigo del alma que nos reactiva a todos con la fuerza de la dinamo de su recuerdo.

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