tribuna

Merkel, Maggie y Shakespeare

No es la Navidad, es la supervivencia. En los hogares de medio mundo se asiste con estupefacción a las no Navidades, las fiestas entrañables que ahora nos resultan extrañas. Esta vez no será igual. La alocución de Merkel el miércoles en el Bundestag fue un mensaje a los alemanes requiriéndoles distanciamiento y austeridad de contactos, como quien pide el cese de hostilidades, en un momento que reviste la máxima gravedad de la pandemia a orillas de la vacuna. La guerra continúa. No hay tregua ni armisticio por la buena nueva de los antídotos madrugadores, que han revitalizado las bolsas y los bolsillos de algún CEO espabilado de Pfizer. La señora Maggie y el señor William Schakespeare, vacunados en un hospital de Coventry, Gran Bretaña, el pasado martes, en la mayor inyección de optimismo que se recuerda de un acto semejante, anticipan un eventual alto el fuego, pero todavía no han atenuado las bombas, y lo suicida es ignorar el grado de exposición.
Esta III Guerra Mundial, como la bautizamos en los albores de la pandemia (cuando Sánchez decía, “el enemigo no está a las puertas, penetró hace ya tiempo en la ciudad”) tiene la ventaja de que es de todos contra nadie, pero sí contra algo; por una vez, los países no se matan entre sí, sino se coaligan frente a un enemigo común evidente, invisible y letal. No ha ocurrido antes nunca nada de esta naturaleza, pues en los tiempos de las epidemias antiguas el mundo eran reinos de taifas y las economías y gentes estaban infinitamente menos interrelacionadas. Ahora vivimos en un pañuelo, en un efecto mariposa constante, y el aleteo del virus en cualquier lugar se replica y multiplica en el extremo opuesto. Merkel se conmovió esta semana, con más de 20.000 contagios y 590 muertes en un solo día, porque si estas son “las últimas Navidades con los abuelos”, algo hemos hecho mal, dijo con el corazón en un puño. La situación es límite hasta en los países menos afectuosos y, por eso, menos propicios al virus, que se cuela entre los lazos humanos. Sin embargo, los alemanes, como los Estados frugales, que salieron airosos de la primera ola, han perdido esta vez el control de la plaga, y España, que era la inepta de Europa hasta antes de ayer, ha doblegado la curva en diciembre y los demás no saben como contrarrestar el flagelo. Merkel no ha tenido más opción que hacer proselitismo contra las bombas de racimo de Navidad. El austericidio de 2008 que Alemania exportó en la Gran Recesión como dogma de fe se instala intramuros de la mayor potencia europea por motivos de supervivencia. Las vacunas siguen su camino preconizando una vuelta a la normalidad y mejores vaticinios económicos, como han hecho el Banco de España y la OCDE. Pero la Ciencia, que se ha saltado toda la praxis y los modelos temporales conocidos, no puede esparcir la vacuna a manguerazo limpio, las cosas han de seguir su curso, paso a paso.
¿Por qué nos concierne tanto (en la Isla) el recado de Merkel a los suyos? Los tinerfeños, embadurnados de COVID hasta las cejas, hemos entrado en una fase de alto riesgo que convierte la Navidad en un casus belli (ayer, La Palma y La Gomera sufrían sendos brotes). Porque se han alineado los planetas y las medidas de restricción han sido un fiasco. Porque algunos de nuestros geriátricos han colapsado. Y porque el resto de Canarias es Jauja al lado de nosotros y nos morimos de vergüenza. Nadie se lo explica y todos lo entendemos. Basta salir a la calle y asistir al sambódromo de las rutas comerciales. Las compras, bienvenida sean, no pueden devenir una trampa mortal, como aciertan las admoniciones de la OCU en nuestras páginas, persuadiendo de un rito en orden. Comprar con escudos protectores no es broma; nadie sale al campo de batalla a pecho descubierto. El enemigo no ha sido derrotado y las calles comerciales son el escenario de sus emboscadas. No se trata de la Navidad, se trata de la supervivencia. Estar con el semáforo rojo y en toque de queda (no sé si nos consta) no son meros latiguillos. El nombre propio del miedo sigue siendo COVID. Necesitamos creernos la gravedad del hielo, o se derriten las fuerzas. Y están en juego las vidas de los seres queridos. Es verdad que nos acercamos a la salida del túnel, pero la vacuna aún no ha llegado a nuestros cuarteles; seguimos embozados como mosqueteros en callejones oscuros. Hacemos guerra de guerrillas, atacamos guardando la distancia, en esta esgrima, para no ser carne de cañón.
Las inauditas condiciones adversas solo de Tenerife invitan a una urgente reflexión entre gente sensata. No podemos seguir así, señalados por las demás islas, metiendo a toda Canarias en la lista negra del turismo inglés. Y todos debemos hacernos preguntas, también el Gobierno. Si los brotes se prodigan en los ámbitos familiar y social, ahí tenemos el origen, pero no toda la causa. La inmunidad no se contagia, sino el virus, que prende en las aglomeraciones. Y la lucha oficial contra la pandemia en Tenerife no puede darse con un canto en el pecho. Ha sido eficaz en siete islas, con matrícula de honor: pero en Tenerife ha hecho agua. Canarias, la restante, puede alardear de pandemia cero a la vuelta de la esquina. Tenerife va camino de Alemania. Las voces que repiten que se han debido de cometer errores de protocolo, de medios y recursos, de conciencia disuasoria, no han de ser ninguneadas. Tenerife se ha ganado a pulso perderse las Navidades, verdadero combustible en la hoguera de la pandemia. Si nos hemos quedado solos, aislados en la desgracia y estigmatizados, pongamos coraje y valor. De la apostasía adolescente hemos pasado a los aquelarres, parrandas y alternes de los adultos.
¿La sociedad tinerfeña ha sido negligente? No toda y tampoco es justo que se nos encasille como un caso sociológico. Eso es una huida hacia delante de las autoridades. Hagamos nuestras las palabras de Merkel, como si las hubiera pronunciado en La Gomera a mascarilla quitada, pues nos está pidiendo proteger a los mayores para que estas no sean las últimas Navidades de sus vidas.

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