tribuna

Náufragos de 2020, ya cerca de la orilla

En apenas un año es como si hubiéramos envejecido una eternidad. ¡Cuánto hemos aprendido de golpe! Nos quitamos la venda de los ojos, nos pusimos la mascarilla en la boca, somos otros. Y buscamos la puerta de salida, pero las noticias no son buenas y volvemos a entrar en casa. Por suerte, a la vuelta de unos días, estaremos en la otra orilla y solo se hablará de la vacuna.

Hay una sensible diferencia en el tema de conversación. En 2020 fue la pandemia y en 2021 será el antídoto. Solo por ello, un año y otro son como un huevo y una castaña. El mal y el bien. Así confiamos que sea. Pero detrás de las cortinas de este año se seguirá hablando con pavor durante un tiempo del coronavirus y de la crisis económica. La enfermedad conserva intacto su instinto nocivo, como prueba Tenerife, la isla del virus de toda Canarias con su poder de atracción y contagio. Sobrecoge el brote de la residencia Santa Rita, que el padre Antonio construyó vendiendo porciones de cielo (boxeador y mujeriego, colgó los guantes y tomó los hábitos para acoger ancianos y proyectar un sanatorio del Alzheimer). Nos chirrían las calles comerciales del viernes atestadas de noche en la víspera del cierre perimetral de la isla, como hacían los ingleses quedando para celebrar COVID-fiestas antes de que sonara el gong y el Gobierno los confinara (Boris Johnson anunció ayer que Londres se cierra hoy a cal y canto, tras detectar una nueva cepa multicontagiosa). Por la mañana el presidente encendía todas las alarmas, y por la noche el Palmetum encendía un millón de luces LED, y el público se apelmazaba a mayor gloria de la COVID.

La isla se juega repetir cuarentena, está en riesgo extremo, con transmisión comunitaria, a un paso del nivel 4 (la antesala de los estados de alarma, excepción y sitio), pero, en cambio, retoza la última noche aquí y allá, y el virus agradece esta última oportunidad antes de vérselas con la vacuna. “Quédense en casa”, predica Torres ¿en el desierto? La mayoría de los tinerfeños cumple con el Ramadán y hará doblegar la curva. La resaca del viernes se desacredita por sí misma.

La de Pfizer-BioNTech es la vacuna que viene del frío y Canarias la guardará en ultracongeladores, sin dar pistas al vandalismo, que ya amenaza con meter baza. Se trata del escudo protector que ansiábamos.

El próximo domingo, toda Europa, incluida Canarias, comenzará a librar la batalla final, y las condiciones ahora son otras: al fin podremos contar con peto, espaldar y pancera, y nuestro faldaje de launas de metal, como auténticos caballeros medievales frente a una pandemia coetánea. El virus, como el bárbaro invasor, montaba guardia bajo el puente levadizo de la puerta fortificada de nuestros castillos cuando nos confinamos. Toda esa parafernalia resultará anticuada dentro de unas semanas, si nada se tuerce. El equilibrio de fuerzas experimentará un cambio sustancial. El virus ha demostrado ser artero y constante, ahí están sus credenciales. Casi 75 millones de infectados, más de millón y medio de vidas segadas por sus implacables espículas, toda América arrasada de arriba abajo, y Europa en un continuo velatorio, sumida en el caos. No habíamos visto nada igual, porque la memoria solo nos alcanzaba a nuestras disputas de la Transición, el golpe de Tejero y la depresión de 2008. Europa, el mundo, ya sin arrogancia, como una fortaleza venida a menos, han puesto a todos los ejércitos de la ciencia a buscar el arma definitiva. No había manera con la farmacopea del siglo XX. A este coronavirus hay que enfrentarlo con las defensas inéditas de la medicina, no con una, sino con una sucesión de vacunas, como nunca antes en la historia de las epidemias. Peste, cólera y lepra, recitaban los caballeros medievales que nos precedieron, con terror, clavando el escudo en el suelo. Necesitábamos un buen escudo, recordábamos las hazañas de los caballeros templarios y los escudos colgados en las paredes con tres flores de lis y tachuelas doradas alrededor. Peste, cólera y lepra. Teníamos la visión de los poetas y los clásicos en sus elegías y dramaturgias sobre las grandes epidemias, pero nada nos hacía temer por ello, eran estigmas, literatura, cicatrices de la historia, algo que estaba olvidado y lejos. Sófocles y la peste de Tebas, pero solo eso, una evocación remota a ojos de nuestra era cibernética. Eran grabados y crónicas florentinas de un mundo moribundo por castigo de Dios, con sus procesiones y flagelaciones y mitos, puro coleccionismo de otras épocas. Era Boccaccio contándonos la peste negra de Florencia en Decamerón, los cien cuentos de los diez jóvenes burgueses confinados en una casa de campo. Eran las bubas del pueblo infecto, nada que ver con nosotros, cuando no había curación, “ni consejo de médico o virtud de medicina alguna”. Cerrábamos el libro y nos conectábamos a internet. Todo quedaba en el limbo de la Edad Media. Y la gripe española era una excepción, un ramalazo de miseria a destiempo, una errata.

El escudo protector de nuestro siglo era otra cosa. Estábamos en la plena expansión de los sueños de grandeza, en el tránsito de la inteligencia artificial. Por tantas razones nos cogió el virus con la guardia baja. Confiados en una supremacía sanitaria que resultó un fiasco. Obsesionados con una guerra nuclear que nos robó los restantes reflejos. Y pasó lo que pasó. Ahora, Tenerife es la metáfora de todo esto. El último signo de impotencia a nuestro alcance. Por tanto, en las postrimerías del caos, cuando justamente estamos a días de llegar a la orilla de la vacuna, como náufragos de 2020, nuestra isla se debate en este cara a cara con la enfermedad. Estamos en la situación de las batallas postreras que se cobran las últimas vidas de cualquier conflicto histórico cuando todo apunta a un alto fuego inminente. Tenemos el escudo, las vacunas. Y la obligación de no dar facilidades al enemigo. Es el último sacrificio que nos corresponde hacer a las puertas del final de la noche más oscura y duradera.

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