La cepa de Trump amenazaba una pandemia de populismo ultraderechista cuando estalló el coronavirus y uno de los dos tuvo que irse. El asalto al Capitolio fue lo más parecido a una revuelta negacionista, que, de haber prosperado, habría desatado una onda expansiva, como una variante supercontagiadora del populismo viral. El coronavirus y el trumpismo tenían puntos de coincidencia. Su comportamiento y hasta su origen y evolución presentan similitudes. Trump era un candidato inofensivo para Hillary Clinton, con todos los antecedentes deleznables que lo convertían en una presa fácil y en un ocupante inconcebible del despacho oval. Como aquella empleada del servicio de limpieza de un municipio ruso a la que el alcalde prefabricó como rival para cubrir el expediente, sin medir las consecuencias: la adversaria de pega ganó. Al igual que el virus de Wuhan, Trump merecía poco crédito al principio hasta que se transformó en un peligro público dantesco, y se ramificó en Brasil, Reino Unido… La pandemia fue, simultáneamente, su estímulo y perdición: obtuvo 71 millones de votos, el récord republicano, pero Biden logró 80 millones. La vacuna.
En la cara asustada del ya expresidente, detrás de la ventanilla, con una mano miedosa en alto, camino de Mar-a-Lago, la mansión del otoño del patriarca, esa mañana que pisó la Casa Blanca por última vez, se dibujaba el retrato del perdedor. Había llegado su hora de manera indefectible, como todos aguardamos a ver caer un día el virus de rostro rechoncho como Trump con sus espículas coloreadas como el tupé chillón del jerarca depuesto. Indagamos ahora en las caras que se quitan la máscara, como esa primera imagen real del virus en 3D.
Biden, en condiciones normales, era una mala opción. A priori, un candidato flojo. A los 78 años, y tras reiterados intentos fallidos, parecía un sparring del magnate. Ni los debates, ni los mítines, ni los eslóganes, ni nada hacía pensar que a Trump le había llegado su némesis. Esta vez el virus mordió el anzuelo y la vacuna lo imitó: el héroe insignificante ganó el duelo decisivo, sigilosamente. Y ordenó retirar el botón de emergencia que Trump tenía en su escritorio para pedir Coca-Cola. Todo un símbolo del cambio de héroe y de era.
Con la vacuna de Pfizer pisándole los talones al virus, la cepa británica encarna una insurrección capitoliana antes de capitular. Si todos los pronósticos se cumplen, en breve habrá un despliegue indiscriminado de vacunas coaligadas contra el enemigo común: Pfizer, Moderna (ya está en boxes), AstraZeneca y sucesivos antídotos, incluidos los españoles, dispuestos a dar la batalla final de esta guerra, pandemia o tormenta perfecta.
Confesaba ayer un alto cargo del Gobierno canario que el frenazo de la tercera ola en la isla de Tenerife en dos semanas de restricciones de Navidad, en que redujo a la mitad su incidencia acumulada, era un caso único en Europa. Y el ejemplo puede extenderse pronto al conjunto del archipiélago, pero ningún canario es novato en esta pelea con el enemigo de las mil caras. Esa imagen tridimensional de la tomografía de Nanographics se incorpora al paisaje de 2021, donde los rostros entran y salen de escena, como Biden y Trump, en una representación de primeros y segundos actores, donde también figuran Mike Pence y Kamala Harris, o Mitch McConnell y Nancy Pelosi, en vísperas del segundo juicio de impeachment contra el expresidente tuitero por haber violado la soberanía nacional y agitado a una turba de saboteadores para tomar por asalto el Capitolio el 6 de enero, como una posdata infame de 2020.
De este modo, Biden se erigió en la esperanza providencial de un país, en un momento histórico en el que la democracia corrió verdadero riesgo. Y su aparición papal nos devuelve la fe en el menos malo de los sistemas políticos. “Este es el día de América, el día de la democracia”, titulamos la portada de DIARIO DE AVISOS tras su toma de posesión, eligiendo las palabras de Biden que bañaban a todos los países libres salvados in extremis de las tinieblas de Trump aquel día de las elecciones (3 de noviembre de 2020) en lo más parecido a un plebiscito universal, entre la pandemia y la salud. La salud tras la enfermedad del mundo, la salud de la economía y la de la democracia amenazada de muerte, víctima de cuatro años de pandemia política. El nuevo presidente faro del país más poderoso del planeta habló de acabar con los hechos fabricados, de la verdad y la posverdad, y de la realidad alternativa de los constructos inventados por la etapa de Trump en una deformación de la historia de la filosofía abocada al abismo de las creencias. La verdad de las mentiras, que diría Vargas Llosa.
Ahora nos damos cuenta de que Trump había asaltado la realidad, la verdad y la libertad antes de ordenar el salto al Capitolio, que costó cinco vidas. Trump no rivalizó con los dos millones de muertos del virus, pero pudo hacerlo de haber conseguido que se desatara una guerra civil. El mundo, en efecto, está mirando a Estados Unidos, como decían el presidente y la poeta Amanda Gorman, de 22 años, en el ya célebre miércoles, “porque mientras tenemos los ojos en el futuro/la historia tiene los ojos puestos en nosotros”.
Tenemos los ojos bien abiertos para no llamarnos a engaño. La pandemia no decae todavía (no es cierto ni siquiera en Tenerife, siendo sinceros). De momento, contamos con unas cuantas buenas palabras y un volumen de dosis insuficiente para vacunar masivamente a la población. Diríase que empezamos 2021 con buen pie, pero aguardan curvas, cepas, crisis y filomenas. Europa, que saludó el año con el mayor fondo solidario de su historia -y la dimisión simbólica del ufano Gobierno holandés por un fracaso estrepitoso en su política de subsidios sociales- ha de ser capaz de dar un rápido volantazo a la situación, como hemos visto en Washington. Tiene el desafío de proveerse del mayor cargamento posible de vacunas y de inmunizar en tiempo récord, ambiciosamente, a cientos de millones de europeos, como Biden pretende hacer con cien millones de los suyos en tan solo 100 días. Los cuatro años que comenzaron este miércoles con esa autoexigencia imponen este tipo de gestas sobrehumanas a nuestros gobernantes locales, nacionales y continentales. O nada habrá valido la pena. El Plan B, el Plan Biden, es también el nuestro. No nos fallen, no esta vez.