El asalto al Capitolio por parte de seguidores de Donald Trump supone un grave e histórico ataque a la democracia estadounidense. Un intento de subvertir por la fuerza la voluntad popular mayoritaria expresada en las urnas, tratando de impedir que se ratificaran los resultados electorales y que se llevara a cabo el nombramiento como nuevo inquilino de la Casa Blanca del demócrata Joe Biden, claro vencedor de los comicios, tanto en votos del colegio electoral (306 frente a 232 de su rival) como en sufragios ciudadanos (81,2 millones de papeletas, siete millones más que las logradas por Trump). Y supone, asimismo, la culminación de un proceso en el que el populismo de extrema derecha ha gobernado Estados Unidos con bulos, con flagrantes mentiras expandidas por las redes sociales y con una permanente descalificación de las instituciones democráticas y de los medios de comunicación. Sentando las bases de un modelo cada vez más autoritario, de una democracia banalizada.
El último dislate ha sido el no reconocimiento por Trump del dictamen emitido por las urnas. Negando la victoria del candidato demócrata, hablando de fraude y generando un clima favorable a la confrontación que, en ese caldo de cultivo de la crispación y el odio a lo largo de todo el mandato presidencial, precipitó los acontecimientos del pasado miércoles, cuando miles de manifestantes asediaron y entraron por la fuerza en el Congreso y en el Senado en algo mucho más parecido a un intento de golpe de estado que a una manifestación de protesta.
Una acción que el presidente Trump debió condenar de forma contundente desde un primer momento. No lo hizo. A fin de cuentas, él la había alentado por activa y por pasiva desde hace mucho tiempo. Por el contrario, lejos de estar a la altura de lo que exige su cargo y un comportamiento democrático, intervino en las redes sociales reiterando las acusaciones de robo electoral y mostrándose muy comprensivo y afectuoso con los asaltantes. Lo que le inhabilita para ejercer su cargo y para continuar en la actividad política; y lo coloca en una situación de clara vulneración de la ley y de los valores democráticos.
Imagen internacional
Los graves hechos del asalto al Capitolio tendrán muchas consecuencias dentro y fuera de Estados Unidos. Ha sido un duro golpe para su imagen internacional cuando se disputa su condición de primera potencia con China. Y una muestra de sus actuales circunstancias, con un país profundamente dividido y polarizado, donde una parte importante de su población abraza apasionadamente las tesis trumpistas y enarbola un discurso del supremacismo blanco en una nación cada vez más pluriétnica y multicultural. En el que se producen auténticos abismos sociales, con amplias capas de la población desprotegidas, sin acceso real a servicios públicos esenciales y sin esperanzas. Con una democracia que, pese a su historia, es mucho más frágil de lo que se podía pensar y que no se encuentra al margen del sustancial avance e incluso de un posible triunfo y consolidación de aventuras totalitarias.
El Partido Republicano tiene una gran responsabilidad por haber alimentado al monstruo y por haber sido tan tibio, cuando no tan claramente cómplice, en esta reciente etapa de absoluta deslegitimación de la democracia por parte de Trump y sus seguidores. Con honrosas excepciones, como la del expresidente George W. Bush (2001/2009) o, como hemos visto en estos días, del actor Arnold Schwarzenegger, que fue gobernador de California (2003/2011). Ahora los republicanos tendrán que recomponerse y acabar con esta nefasta etapa, aún a riesgo de sufrir una escisión fundamentalista por parte de los sectores situados en la más pura y dura extrema derecha.
El mandato de Trump ha estado marcado por el desprecio hacia los emigrantes, la xenofobia y el machismo. Por el apoyo al brexit y la búsqueda del debilitamiento de la Unión Europea. Por el enfrentamiento comercial con China y el recrudecimiento del acoso a Cuba tras el acercamiento en la etapa de Obama. Por la minusvaloración de la COVID-19 y el lanzamiento de propuestas extravagantes ante la pandemia. Por la hostilidad hacia los periodistas y los medios. Por el rechazo al multilateralismo y el abandono de distintas organizaciones internacionales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), en plena pandemia de la Covid 19, y la UNESCO. Por su negacionismo respecto al cambio climático, rechazando que Estados Unidos siguiera formando parte del Acuerdo de París.
La ultraderecha europea
Muchos de esos valores forman parte del ideario de la ultraderecha europea y española. Caracterizadas por el antieuropeísmo, el negacionismo climático y el discurso xenófobo y racista. También por el rechazo a las leyes contra la violencia de género y el machismo. A lo que, en el caso de la extrema derecha española, añaden un profundo centralismo y una visceral oposición al modelo autonómico, clave del progreso de las últimas décadas tras 40 años de olvido y retraso. Así como el aplauso a la dictadura franquista y el paralelo desprecio a la democracia.
Una ultraderecha que ha crecido en Hungría, Polonia o Reino Unido, que tiene una fuerte presencia en Austria, Finlandia, Italia o Francia. O, fuera de Europa, en Brasil o Filipinas. Fuertemente espoleada por el trumpismo en el periodo reciente. Y que, de forma lamentable, ha sido blanqueada por la derecha tradicional con su presencia en la famosa foto de Colón y, sobre todo, con la admisión de su colaboración en el mantenimiento de gobiernos autonómicos y municipales, así como la aceptación de muchas de sus propuestas.
Además, el conjunto de la derecha española lleva un buen tiempo enarbolando un discurso muy peligroso. Llamar gobierno ilegítimo al salido de la muy legítima moción de censura a Mariano Rajoy, como hicieron, solo ayuda a desprestigiar las instituciones democráticas y los partidos políticos, alimentando la desafección y el cultivo de posiciones autoritarias; un discurso que las derechas han seguido manteniendo tras las elecciones de 2019: Casado, compitiendo con Vox, ha llegado a llamar presidente ilegítimo a Sánchez. Calificar de socialcomunista al actual Ejecutivo estatal, como hacen, se parece mucho al lenguaje que buena parte de los republicanos, con Trump a la cabeza, han hecho respecto al Partido Demócrata. Juegan con fuego.
Resulta preocupante que ante los graves hechos del Capitolio las derechas españolas dedicaran más tiempo y espacio a criticar a algunos de sus rivales políticos, haciendo muy forzados paralelismos con iniciativas como las movilizaciones bajo el lema Rodea el Congreso del año 2012. Por la distinta dimensión de ambos, lo que no implica que desde Nueva Canarias no compartiéramos en absoluto iniciativas que, a nuestro juicio, tenían un trasfondo profundamente antidemocrático y que llevaban a que una minoría se considerara por encima de millones de votos ciudadanos.
Pero ahora hablamos de algo mucho más grave, calificado de insurrección y de golpismo por el que será en unos días nuevo presidente de Estados Unidos. Y que supone un toque de atención sobre los riesgos que la ultraderecha representa para la democracia y las libertades en todo el mundo, riesgos que algunas fuerzas políticas no están ponderando adecuadamente con tal de ocupar el poder o intentar la defenestración de quienes lo ostentan legítima y democráticamente.
Mirar en estos momentos para otro lado sería completamente irresponsable. Nos arriesgaríamos a que se repita la historia de los ascensos al poder del fascismo en la primera mitad del siglo XX. Y sus terribles consecuencias para la Humanidad.
* Vicepresidente y consejero de Hacienda, Presupuestos y Asuntos Europeos del Gobierno de Canarias