tribuna

El virus de España

España es un país acomplejado que disfruta maldiciéndose y abriéndose en canal. Es una de sus muchas reminiscencias y taras de un ultracatolicismo culposo que la condena a la autopunición. España no goza lo suficiente de sus éxitos deportivos, de sus aciertos científicos, de su innegable capacidad creativa, de su imaginación. ¿Por qué un país determinado, en la encrucijada de un tiempo a la deriva como este, se flagela continuamente y se agota en guerras cainitas? ¿Por qué hablo de España en estos términos un domingo cualquiera de enero de un año que nos visita todos los días como el camarero novato que pregunta nervioso qué desea, inexperto en su papel?
La cuestión no es menor. Si existe un fenotipo español que se reconoce en un cierto fratricidio político y masoquismo charlatán, acaso es que el mal se cronificó y es más serio de lo que pensamos. Hasta ahora nos perdonamos todos los pecados capitales que enumerara Fernando Díaz-Plaja en la España franquista de los 60. Pero en medio siglo los síntomas han empeorado y el personaje se salió del cuadro clínico hasta engendrar su nuevo marco de realidad, los microcosmos en que viven los ciudadanos fanatizados de este país según a qué partido, a qué club de fútbol o a que clan pertenezcan. Es verdad que el español se parece cada vez más a su caricatura, pues desde Goya o Picasso a esta parte su retrato es la sanguina de un desgarramiento en vida que le hace parecer deforme.
En esto los canarios tenemos ciertas, o manifiestas, diferencias con el españolito de tierra adentro. Pero no somos categóricamente nobles. Algo menos canallas, acaso, y, sin embargo, rapaces; el politiqueo local es de pico afilado, no le faltan las garras y en general es una fauna depredadora, cuando no despreciable. Pero el canario coexiste, se saca el cuero y comparte mesa y mantel según qué rachas. Es costumbre y hasta oficio cohabitar y traicionarse por sistema. Vuelvo a la pregunta de antes con respecto a nosotros. ¿A cuento de qué esta introspección? Verán, conviene tener las cosas claras, saber la catadura del personal para afrontar estos meses de resaca.
Enero está ya en retirada. Demediado y a punto de caer por el tobogán nos ha mostrado algunas cartas de la baraja de este año taumatúrgico que invocamos. La crispación política va a seguir. En Madrid y en Canarias. Con una diferencia -conviene matizar-: en la Villa y Corte se parten la cara y aquí se practica la puñalada trapera. Tomás Padrón le obsequió a Olarte, en su bautismo de fuego como presidente, un naife canario para protegerse de los idus de marzo y los abrazos de Vergara. En el Parlamento se inicia ahora un baile de sillas, con ciertos escaños no adscritos, que anuncia un goteo para alimentar un asalto al Capitolio de Teobaldo Power, con nuestros pequeños Trumps jugando a hundir barquitos de sobremesa. La oposición lleva mal lo de estar en la grada año y medio (cosa que el PSOE aguantó estoicamente 25 años sin tregua), pero la alternativa política carece del nivel de otros tiempos, con dos o tres salvedades. No dista mucho nuestra desgracia, en esta materia, de la de Estados Unidos, Brasil o Venezuela, la morralla se extiende. Limpiar la hojarasca y los árboles caídos, como intenta Canarias desde 2019, es arduo. Exige contumacia, ganar tiempo y reforestar. Estamos curados de espanto -esa es otra diferencia de Canarias con los cenáculos del Oso y el Madroño- en pactos, censuras y sombras del viento. Aquí nunca se gobernó miel sobre hojuelas, las legislaturas se truncaban salvo excepciones, el navajeo presentido por Padrón forma parte legítima del sincretismo de matones de cuchillos que describía el argentino Borges como la quintaesencia de su país. El canario -reitero- bajo el poncho de su manta esperancera esconde el naife para dar la puntilla y cobrarse el mezquino poder. Así que hasta 2023 habrá un Gobierno alerta y una tentativa de censura en cada esquina o escaño que se ponga a tiro. Ya veremos en qué queda lo de Vidina Espino, Sandra Domínguez y otras deserciones en ambos bandos, que “en cada casa cuecen habas y en la mía, a calderadas”.
No es la semana del miedo. Si el americano toma posesión este miércoles y la sangre no llega al río, el mundo se dará otra oportunidad y seremos testigos de ello. Si llueven las vacunas y el pinchazo se viraliza, habremos enterrado a 2020. La crisis es otro gallo, pero habrá dinero a espuertas; lo cual añade mayor perplejidad. Esta breve estancia de enero nos enseña que las heladas son un aviso a navegantes. De bajar la guardia, nada. Ni siquiera Tenerife, que viene de apretarse el cinturón en las saturnales de Navidad, puede lanzar las campanas al vuelo. La tercera ola del coronavirus está haciendo estragos en toda España y toda Europa. Debemos permanecer en un estado 3 entre dientes de alerta psicológica. Las horas críticas son estas, no las de primavera: cuando la vacuna está llegando a puerto y la isla no se ha movido de su sitio, y espera. Creo que merecemos más suministros por múltiples razones, pero bastaría una: el mayor calado de nuestra crisis (dicho en vísperas de la semana en que Pfizer nos recorta a la mitad el pedido). Si fuimos el primer mojón de la pandemia en España, con más razón deberíamos ser los primeros en reabrir los mercados turísticos seguros. Quien tenga que pedir, que lo pida, o, mejor, que exija el tributo en vacunas como nos impusieron en el siglo XVIII el tributo en sangre, con la obligación de enviar cinco familias por cada cien toneladas de mercancías que se quisieran exportar a América.
Cada país es una historia aparte. Empezábamos hablando de España, después de Canarias. Ahora de Holanda: una abogada española acaba de tumbarse al gobierno conservador de Mark Rutte por acusar erróneamente a miles de familias de emigrantes de fraude en la percepción de ayudas sociales para las guarderías de sus hijos. Es una fábula de la conmoción política de Europa, a 72 horas del cambio en Washington. Como a 2021, a Biden le pedimos el cielo. Pero a Madrid -lo aducíamos al principio- ha llegado ya la tercera ola del pandemónium político. Llamé a Iñaki Gabilondo la mañana que anunció su marcha del columnismo diario sobre el pulso del país. “Estoy empachado de crispación”, me dijo. Es el virus, le conté. Pero no el del China. Sino el virus de España.

TE PUEDE INTERESAR