tribuna

Un callejón sin salida

Invertir en Canarias es toda una invitación al llanto. No hay forma de avanzar, los proyectos se eternizan incluso cuando los tiempos que vivimos deberían priorizar todos aquellos que contribuyan a una mejora de las condiciones de vida de los canarios. Los empresarios y el espíritu emprendedor no deben ser sometidos a una gincana en la que una complicada prueba anteceda a otra todavía más enrevesada. Contamos con leyes pensadas por mentes burocráticas, que responden a lógicas que no son las de personas acostumbradas a la acción. Estas no pueden sentarse y cruzarse de brazos mientras sus proyectos, que siempre son vitales porque un empresario es ante todo una persona que vincula su negocio y su vida, duermen el sueño de los justos en la gaveta de un funcionario que, él sí, trabaja en horario de mañana de lunes a viernes.
No es una crítica sin más a todos los órdenes administrativos, ni siquiera lo es a la burocracia entendida como un método de gestión aplicable a diferentes esferas de la actividad humana. Todas las empresas cuentan con su propia burocracia pero es un sano ejercicio pensar en cuántas de nuestras mercantiles se mantendría la actividad en el supuesto de contar con una gestión equivalente a la que desarrollan las administraciones públicas.
Nos hemos ido dotando de una burocracia que no está pensada para facilitar que las cosas sucedan, dando la sensación, la más de las veces, que su fin último es complicar que ocurran. Insistamos, es necesario, que nadie en esta tierra considera razonable una barra libre empresarial que no tenga reparos ni límites, que es lo que arguyen los defensores de la gestión burocrática que padecemos para oponerse a una limitación de sus atribuciones. Porque, reconozcámoslo, lo que ha ido sucediendo con los años y décadas de gobierno autónomo es que los funcionarios han ido ganando en influencia y competencia, lo que no siempre se traduce en una ganancia neta para el conjunto de la sociedad. No porque su condición más elevada no sea precisamente la de la independencia y su capacidad para señalar el camino legal que los políticos deben transitar, es decir, no hacen las normas, pero deben garantizar que se sea escrupuloso con el cumplimiento de la ley. El problema viene porque ellos mismos cuentan con agendas propias que no siempre casan con la de quienes representan los intereses de la mayoría expresados en las urnas, que sí son los políticos. Un funcionario está sometido al imperio de la ley, como no podría ser de otra manera, pero lo que nos enseña la experiencia es que cuando objeta y crea problemas -ojo, del tipo que no siempre es fácil de entender- no hay manera de que atienda a razones, tampoco las de quienes tienen que tomar la decisión política.
Pasan los años y esa inercia tiende a consolidarse sin que se depure responsabilidad alguna por más que proyectos millonarios queden a la espera del deseado desbloqueo. Poco se insistirá en la imagen que se proyecta, por inseguridad jurídica y por manifiesta hostilidad a la propiedad privada, cuando planes como el de El Mojón se retrasan tres décadas y varias familias se arruinan por el camino. O cuando, por pura desidia, se condena a una isla a picotear en busca de materiales por la carencia de piedras útiles para sus proyectos de construcción, algunos como el Puerto de Granadilla, paralizado por no contar con los medios, aun disponiendo de presupuesto. No es justo que interpretaciones caprichosas de unas normas, que es cierto son manifiestamente mejorables en su redacción, coloquen en una posición endiablada infraestructuras vitales para la isla y sus gentes. Pero al tiempo son otras muchas inversiones las que resultan afectadas, de menor rango y cuantía cuando las observamos en su conjunto, pero que son esenciales para cada uno de los perjudicados, quienes colocan esas obras particulares en lo más alto de su escala de prioridades, aceptando resignadamente que no hay proyecto que pueda encajar en una previsión temporal razonable. No es una quimera, o no debería serlo. Tener certidumbre es deseable, como bien saben los empleados públicos, y no parece censurable que los empresarios pretendamos trabajar sabiendo, a ciencia cierta, los plazos y costes de ejecución de nuestros proyectos. Es a lo que nos deberíamos dedicar, no a luchar con una Administración inflexible.

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