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Radiografía de un compromiso, por Javier Pérez-Alcalde

Por Javier Pérez-Alcalde

Todo parece igual pero no es lo mismo. La ciudad sigue respirando en este abril antipático, el pálpito de la vida mantiene su ritmo habitual en la primavera impertinente. Lastrados por la pandemia pertinaz, se diría que nos hemos acostumbrado. El sol sigue saliendo cada día, sí, y andamos enmascarados por las calles como si nada. Pero muchos, demasiados, van faltando. Todo ha cambiado.

De cuando en cuando, la vida se luce y alumbra figuras que muestran el camino, personalidades brillantes que irradian una luz diferente, más intensa y reveladora. Naturalezas cuya genialidad y compromiso dibujan un rastro tal, que sigue vibrando en el tiempo acusando el eco de lo perdurable. Por debajo de lo aparente late el espíritu de lo que se hace sólido, nos anima el empuje de esas personas que logran, con su entusiasmo y generosidad, transmitir el impulso necesario para que todo suceda. Y eso, por fortuna, los trasciende. Más acá de las presencias quedan los gestos y las ideas. Hay ausencias que, por dolorosas que sean, están cargadas del pulso que nos alienta.

Vicente Saavedra, entusiasta y vital, era un tipo curioso. Sensible y atento a todo lo que se movía, fue un intenso torbellino dotado de un nervio juvenil que nunca lo abandonó. Vicente. Un maestro y un amigo, una persona cercana y amable cuya enorme trascendencia sacudió, con energía arrolladora, el vaporoso panorama cultural local. Vicente. Agitador incansable y tenaz. Dotado, para nuestra fortuna, del arrojo preciso que estimula el avance. Vicente. Por encima de todo, un hombre comprometido.

Comprometido con el oficio. Con un amor innegociable por la arquitectura y un rigor primoroso en el ejercicio profesional. Hay que acostumbrarse a hacer las cosas bien, le contó llanamente al joven arquitecto que fui, y el eco de la lección esencial ha resonado desde entonces en cada una de mis decisiones.

Compromiso inquebrantable con su socio profesional, Javier Díaz-Llanos, con quien trabajó durante muchos años en una unión tan fecunda que ha dado lugar a algunos de los mejores ejemplos de arquitectura moderna en Tenerife. No es casual que la mayoría de las parejas profesionales acaben disolviéndose en el fragor de la batalla. Tampoco lo contrario: la persistencia, a través de los años, de esta pareja modelo para tantos de nosotros no se entiende sin su consistente implicación humana, su ejemplo valioso como vindicación de un compromiso.

Y así, la marca Díaz-Llanos/Saavedra nos alumbró desde los años 60 con su compromiso infatigable con la ciudad, el territorio insular y su paisaje. No sé si somos conscientes, pongamos por caso, del inmenso regalo que supone toparnos, en mitad de la rambla, con ese agujero rotundo por el que la naturaleza irrumpe súbita entre la agitación del tráfico y la muralla pesada de los edificios. La maravilla del risco tupido de piteras y tabaibas alongándose a la plaza, el decorado feraz como contrapunto impagable a la Lady de Chirino, instalada en la plaza oportuna frente al edificio excepcional. O la solución exquisita para el edificio Dialdas, en la plaza de la Candelaria, donde fueron capaces de hacer entender al promotor el valor incalculable de su compromiso urbano. El volumen resultante, extremadamente cuidadoso en un entorno delicado, renunció a legítima edificabilidad para acomodarse con tanto respeto como maestría junto al Palacio de Carta.

Antes de que el turismo de masas transformara torpemente nuestra frágil geografía, en sus primeras intervenciones en la Costa del Silencio -por entonces un territorio agreste sin domesticar- fijaron las pautas de lo que pudo haber sido el paradigma de un desarrollo turístico sensato. Dispusieron las agrupaciones de apartamentos a una distancia tal que supusiera una mínima transformación: ante todo, el respeto escrupuloso por lo que siempre estuvo allí. Los volúmenes, células combinadas de baja altura y rigurosa factura moderna, se incrustan en el paisaje incólume abrigando patios que son fragmentos de terreno en su estado primitivo, jardines de cardones centenarios sobre el malpaís volcánico. Como escultores dotados de un obligado pragmatismo, la condición material de su arquitectura tan ligada al lugar como a la expresividad contemporánea. Deudora tanto de un conocimiento solvente del oficio como de la valentía, celosamente calibrada, que sabe tomar los riesgos precisos.

Su generosa implicación social, la novelería testaruda siempre ligada al mundo del arte y la cultura. La Primera Exposición Internacional de Escultura en la Calle, plagada de artistas de primer nivel, cuya repercusión urbana transformó con decisión el modesto perfil de una ciudad de provincias, la Asociación Canaria de Amigos del Arte Contemporáneo junto a Eduardo y Maud Westerdahl, su brillante etapa en la Comisión de Cultura del Colegio de Arquitectos, la colección de arte que con constancia feliz fue atesorando con los años… Siempre tan paciente, tan riguroso y al mismo tiempo tan cercano que, durante las reuniones de ciertos viernes en el Colegio para debatir sobre la próxima escultura, la enésima propuesta con la que dar la tabarra a unas autoridades a menudo tan despistadas como refractarias, solía repetir, muerto de risa, que aquellos encuentros solo eran la excusa para reunirnos. Que lo que importaba en realidad, eso que quedara claro, era vernos las caras para alegar un rato tomándonos una cocacola y unas papafritas.

Compromiso leal, en fin, con la familia como con quienes tuvimos la suerte de disfrutarlo en algún momento. Con Mercedes y sus seis hijos, todos ellos firmes herederos de su trazo vital y su infatigable entusiasmo. Personas de elegante educación, tan cordiales como rigurosas en sus diversas ocupaciones. Todos, como Vicente, adornados por la calidad y el hálito de la buena gente.

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