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La historia de los migrantes que no fueron a Las Raíces por miedo a ser deportados

El colectivo ‘Aquí estamos’ tiene localizadas a 110 personas que no quisieron ir a los campamentos y hoy viven entre pisos y casetas

Cuando Alin llega a la zona de casetas con un enorme cartón de huevos y un paquete de sal gorda encima, ya llevamos un rato hablando con sus compañeros. Con el calor que hace, me pregunto dónde los guardará, cuánto tiempo tardarán en ponerse malos, si los cocinará en alguno de los cacharros que están en remojo, con un agua turbia que tiene una capita aceitosa en la superficie. Siete personas se sientan en sillones y sillas un poco destartaladas en torno a una mesa con tazas usadas, un pequeño bote de gel hidroalcohólico a punto de terminarse, otro de Betadine amarillo y una mayonesa Hellmann’s que aún conserva un aspecto saludable. Son unos pocos entre las 110 personas migrantes que el colectivo ‘Aquí estamos’ tiene localizadas en la zona sur de Tenerife y que viven entre pisos, muchos atestados de gente, y algunas tiendas de campaña cercanas a la costa. “Pero seguro que hay más”, dicen desde el colectivo.

En la ‘Casa Serigné Fallou’, que es como bautizaron a este lugar con dos casetas -en honor a un marabú senegalés-, todo el mundo es bienvenido, dicen sus habitantes. Cuando empezó el traslado de migrantes desde los hoteles a los campamentos, algunos huyeron pensando que los iban a deportar. En aquellos momentos, la información oficial era escasa o nula, y cuentan que entre las redes informales de la migración africana asentada en la isla de épocas anteriores, algunos les decían que desde allí los devolverían a África: durante la ‘crisis de los cayucos’, en Las Raíces llegó haber hasta 3.500 plazas en régimen de internamiento. No podían salir. Muchos eran repatriados: en 2006, hubo en España 21.216 devoluciones, la gran mayoría de personas llegadas a Canarias. 12.270 eran marroquíes y 5.285 eran senegaleses.

Con estos precedentes, lo extraño habría sido no preocuparse. Así que algunos alquilaron pequeños pisos donde vivir entre compañeros con el poco dinero que le enviaban sus familias desde África. Cuando se gastó, buscaron espacio entre arbustos y piedras. Como hizo Maja, que tiene 36 años y lleva ocho meses en Tenerife. Aunque no ha habido deportaciones desde los campamentos, dice que prefiere seguir en su caseta. No le gustan las historias de frío y peleas que ha escuchado sobre Las Raíces. Además, otros amigos que aún viven en pisos les dejan que se duchen y vayan al baño. Consiguen agua para beber y cocinar de la Cruz Roja. Y luego se pasan el resto del día vendiendo pareos por la costa, o pulseras que ellos mismos elaboran.

Algunos ya tienen la primera entrevista para hacer su solicitud de protección internacional. Otros, aún no tienen cita. “Yo no la he pedido, no tengo dinero para ir a la comisaría”, dice Alin. En la calle, la vulnerabilidad es mayor, es más difícil acceder al asesoramiento legal y las historias de cada uno se pueden perder con más facilidad.

“A mí, ahora no me importaría ir a un campamento”, dice Abou, que tiene 27 años. Él está viviendo con otros en un piso gracias a la ayuda de su familia, paga 100 euros al mes, pero viene a ‘Casa Serigné Fallou’ para pasar un rato de tertulia. “Intento no molestar a mi familia, pedirles lo menos posible, siempre les digo que estoy bien para que se queden tranquilos”, explica. “Lo que yo quiero es estudiar, aprender la lengua, esa es mi prioridad. Ahora estamos aquí, lo llevamos con tranquilidad, claro que no es bueno, pero esperamos que las cosas cambien”.

Para aguantar mejor esta situación es muy importante la ayuda de colectivos como ‘Aquí estamos’. En Facebook, son más de 450 personas. Aunque el día a día lo llevan una decena de activistas que hacen repartos de comida una o dos veces por semana gracias a aportaciones individuales y de algunas ONGs, como Folelé. Están en contacto permanente con otros colectivos de la isla. “No es solo una cuestión de llevar comida, la presencia, estar ahí, es fundamental”, comenta Cande, una de las personas involucradas, que trabaja organizando mercadillos. “A veces, la vida te lleva por una dirección y lo mejor es no estar demasiado encorsetado para seguir la corriente”, dice Fran, profesor de Economía, sobre esta experiencia colectiva de apoyo y cuidado a los migrantes. “Una de las claves, creo yo, es que estamos casi todos desparejados”, bromea. “En una Europa envejecida, toda esta gente que viene con una energía tremenda es una gran oportunidad que tenemos”, afirma. Junto a ellos está Abdou, que llegó de Senegal en 2006, es auxiliar de enfermería y trabaja en el servicio de limpieza del HUC. O María, socióloga peninsular que llegó hace años a Tenerife y da clases de Español.

Esa noche, Cande va a llevar a un migrante senegalés al aeropuerto. Junto al piso donde vive con otros 13 compañeros, hay varios charlando. Lamine, de 25 años, está infinitamente agradecido por la ayuda que reciben de los activistas locales. “Son muy buenos. Es maravilloso”. Al lado está Babacar, de 19 años. Ya no sale a vender pulseras porque nadie le compra. Se ha saturado el mercado. Para Cheikh, de 27 años, es su segundo piso. Lleva cinco meses aquí. Antes estuvo en La Camella, pero la dueña de la casa llamó a la policía para echarlos. La primera mensualidad la cobró a 200 euros por barba. La segunda, a 170. Cheikh tampoco quiso ir a Las Raíces por miedo a ser deportado. Ahora, solo piensa en salir de las Islas. Mientras, celebra el Ramadán y va a clases de Español. “Me gustaría estudiar más cosas, pero no sé si me van a pedir papeles”, afirma. “Me voy a rezar”, dice Babacar. “Después nos vemos”.

En el piso de La Camella también vivió Matar -nombre ficticio-, que tiene más de treinta años. Ahora duerme en casa de un amigo español, pero dice que se iría a Las Raíces “si no hubiese otra opción”. De hecho, dos amigos suyos que vivieron en el mismo piso están ahora en ese campamento.

Conocí a Matar hace casi dos meses. Ese día estaba mucho más intranquilo por su situación. “Yo no tengo miedo al frío de Las Raíces. Más frío hace en el mar. Tengo miedo a que me devuelvan a África”, decía. Y sabía de lo que hablaba: su cayuco fue rescatado en noviembre al sur de El Hierro después de 13 días de travesía, con un muerto a bordo. Pero no era la primera vez que Matar viajaba a Canarias. Ya lo hizo en 2006, en otro durísimo viaje de diez días. Se quedó en España, pero en 2013 lo deportaron después de que fuera a recuperar su pasaporte a una comisaría de Úbeda, en Jaén. En esos años que estuvo en Senegal, no regresó a su pueblo. “Fue muy duro. Hay cosas que no te puedo contar. Cuando te devuelven, hay gente que piensa que es porque has hecho cosas mal”, explicaba hace dos meses. “Si tú no has estado nunca en Europa, no pasa nada. Pero si has venido, es mucho más difícil volver. Yo llegué a pesar 97 kilos aquí. Y ahora no creo que pase de ochenta”, me contaba. “Hay personas que se vuelven locas cuando los devuelven a África”.

Matar ya ha hecho la primera entrevista para solicitud de protección internacional. Probó a viajar una vez pero no lo dejaron. Volverá a intentarlo. Su primo, que es de Gambia, ya está en la Península. Él es graduado en Ciencias y Educación para la salud. Profesor en Banjul, capital de Gambia. Mente brillante. Becado. Tuvo que huir de su país por un problema de tierras. Su familia y él recibían amenazas de gente de otra etnia por reclamar la propiedad de unos terrenos que les pertenecían. Estuvo un tiempo en Senegal. Él también llegó a Canarias en aquel cayuco infernal que se perdió y luego remolcaron hasta la isla de El Hierro. Tampoco fue a Las Raíces: algunos no quisieron arriesgarse a que un viaje así terminara en la casilla de salida.

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