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Los sueños al raso de Lamine

Llegó a El Hierro en cayuco tras 14 días de travesía desde Senegal, los últimos ocho sin víveres y bebiéndose el mar. Duerme en la costa de El Fraile. “Solo quiero ayudar a mi madre y a mis hijos”, confiesa a DIARIO DE AVISOS
Lamine, en su refugio, donde pasa las noches. “Son muy frías, hace viento y no duermo mucho”, asegura.
Lamine, en su refugio, donde pasa las noches. “Son muy frías, hace viento y no duermo mucho”, asegura.

“Solo quiero trabajar para ayudar a mi madre y a mis hijos”, repite una y otra vez Lamine, senegalés de 25 años que vive desde hace dos meses en la costa de El Fraile (Arona). Allí, al raso, entre tuneras, rocas y arena, ha construido su hogar, una caseta de piedras, trozos de tela y plásticos en la que solo caben él y sus sueños.


“Las noches aquí son muy frías, hace viento y no duermo mucho. Solo pienso en mi madre y en mi familia”, confiesa a DIARIO DE AVISOS este joven fortachón de aspecto noble y mirada limpia mientras nos atiende a la entrada de su refugio en una ventosa mañana en la que el alisio amenaza arramblar con su frágil guarida. Desde que llegó a Tenerife hace cuatro meses todos los días se comunica con su madre por WhatsApp, “gracias a la chica de la gasolinera, que me deja cargar el móvil, y a veces cuando puedo coger wifi en algún lado”, chapurrea en castellano. 


Lamine es padre de dos hijos, una niña de un año y medio y un niño de tres. Su viaje a Canarias fue toda una odisea tras subirse a un supercayuco en la costa senegalesa atestado de migrantes subsaharianos. Embarcaron 157 personas, entre ellas dos niños, que sufrieron un martirio de 1.500 kilómetros de travesía (la misma distancia que separa Tenerife de Sevilla) para llegar a su destino. Navegaron durante 14 días y 14 noches, la mayoría con mala mar, hasta que el 7 de noviembre de 2020 avistaron la isla más occidental del Archipiélago, el último territorio que les salvó del despeñadero, cuando el abismo salía a su encuentro.


“El viaje fue muy malo, estuvimos dos semanas navegando y los últimos ocho días ya no teníamos comida ni agua, solo bebíamos agua de mar. Llegamos muy mal, fue la experiencia más dura de mi vida. Además del hambre y la sed, por las noches pasábamos mucho frío, yo temblaba. Fue horrible”, cuenta Lamine.


La barcaza fue localizada a la deriva por un helicóptero de Salvamento a 33 millas del puerto herreño de La Restinga, hasta donde fue remolcada por la embarcación Salvamar Adhara. La mayoría de los migrantes presentaban cuadros de deshidratación, desnutrición, hipotermias, quemaduras, úlceras, infecciones y problemas en la piel.


Después de tres meses en El Hierro, donde fue atendido por Cruz Roja, Lamine llegó en febrero a Tenerife. “Yo quería venir aquí para trabajar. Solo quiero ayudar a mi madre, porque está sola y soy su único hijo. Mi padre murió en 2006, casi no lo conocí. En Senegal no hay trabajo, no hay dinero. Yo trabajaba como pescador y salía todos los días al mar, pero pagaban muy poco y no daba para dar de comer a mi madre y a mis hijos”, explica Lamine, que se muestra dispuesto a emplearse en cualquier actividad, ya sea como “pescador”, “en un barco” o “en las plataneras”. Sabe que no será fácil, “porque ni siquiera tengo una habitación para dormir”.


Actualmente, la labor a la que se dedica apenas le da para pagarse la guagua entre El Fraile y Los Cristianos (tres euros diarios la ida y la vuelta). En la zona turística ha comenzado a vender unos pareos y pulseras que compra en una tienda y revende en la calle. Pero las vacas flacas del principal motor económico de las Islas pasan factura también a los más débiles. “No hay turistas, vendo muy poco y cuando hace frío y está nublado no voy porque no vendo nada”, confiesa.


A Lamine el destino le ha puesto en su camino un ángel que se llama María, una vecina de Las Galletas que un día, mientras caminaba por el muelle de este núcleo aronero, se topó con un joven que tiritaba de frío y que pedía algo de comer y beber.


“Fui a casa, cogí comida, agua y mantas, pero al volver ya no estaba. Pasaron casi dos semanas y lo volví a encontrar, estaba ya un poco mejor, menos débil. Me alegré mucho al verlo y a partir de ahí nos hicimos amigos”.

El migrante senegalés muestra un barco dibujado por él.


El corazón de María bombea generosidad a borbotones, a pesar de sus estrecheces económicas. Varias veces a la semana recorre un andurrial de 300 metros, entre piedras, arena y montículos, para llevar al joven migrante comida, café, agua, mantas y hasta un colchón “para que pueda dormir sobre algo blando”.


Cuando le preguntamos por María, Lamine se esmera en encontrar en un idioma que aún no domina como quisiera las palabras exactas de agradecimiento que transmite con su mirada y su sonrisa. Pero no le hacen falta calificativos, lo resume en una frase que lo dice todo: “Es mi madre de Tenerife”. Ella responde con un “mi niño” y una carantoña. “Es muy buena gente, con un gran corazón”, subraya él, para rematar con una frase que acaba emocionando a ambos. “Ahora, por las noches, pienso en mi madre, la de Senegal, acostado en el colchón, soñando con ayudarla”.


María recuerda que Lamine está a la espera de tramitar su situación administrativa. “Tiene un número de NIE (Número de Identidad de Extranjero), que es como un registro momentáneo que le ha dado la Policía Nacional. Con ese número, él tiene que hacer los trámites en Extranjería y ver si puede regularizar su situación en España”, explica. Lamine no quiere ni pensar en una posible repatriación. Toda su ilusión es conseguir un trabajo y quedarse en Tenerife.


“Es un chico muy noble, con un gran corazón, sano, que lo único que persigue es un sueño: conseguir que su familia viva un poco mejor y algún día, con suerte, poder traer a los niños”, remarca María. A diferencia de lo que ocurre con otros migrantes que han optado por agruparse en la costa de El Fraile, Lamine prefiere estar solo. “La gente que está por aquí no es mala, pero cada persona tiene su forma de ser y yo prefiero vivir así, no quiero problemas, solo estar tranquilo”.


Una amiga de María le trajo hace unos días unas cuartillas con lápices de colores para que se entretuviera dibujando. Sus primeras creaciones han sido dos barcos: El buque de Armas, que ve cada día atracar y zarpar en el muelle de Los Cristianos, y el Lediola, el Titanic de África, que naufragó en 2002 en las costas de Gambia y en el que murieron 1.863 personas. La cara y la cruz del destino. El mismo que le debe una oportunidad después de sobrevivir a una prueba infernal que a punto estuvo de ahogar sus sueños en el fondo del mar.


Con lágrimas en los ojos, un sentido “gracias” y llevándose su mano derecha al corazón, Lamine se despide de nosotros, antes de que su mente vuelva a Senegal y que María destape un tupper con el menú del día: macarrones con salsa y huevos fritos, café con leche, pan y un plátano. “Cómetelos ya, que se te van a enfriar”, le advierte, como le diría cualquier madre a un hijo que se acaba de sentar a la mesa.

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