No se trata de olvidarnos de dónde viene la Cuba castrista, de una dictadura que tenía a la isla vendida a EE.UU. antes de 1959 para negocios bastante inconfesables. No se trata tampoco de evadir un balance de lo que ha sucedido desde esos años revolucionarios hasta ahora. La empresa está fracasada económica e ideológicamente. Ya no digamos políticamente. La nomenklatura cubana ha de aceptar los resultados inapelables de lo que se denominó el materialismo histórico, aplicar con realismo el diagnóstico de esa doctrina y concluir sin medias tintas que el sistema no funciona. Simplemente. Las actuales autoridades -carentes del liderazgo mítico de los Castro: Díaz-Canel es un simulacro- han de combinar una pronta negociación con Estados Unidos para aliviar el embargo, no el bloqueo, con una apertura de su economía y una promulgación de libertades civiles sin límites. El siglo XXI ya está aquí y la estructura de una revolución romántica -como la ha descrito con tanto acierto mi amiga Alicia Llarena- ha llegado a su fin. Sobra la represión, se exige la comprensión de un error demasiado viejo. Hay que evitar la sangre y priorizar el entendimiento. ¿Será posible?