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Corrupción e incompetencia

En teoría, las fuerzas armadas del Gobierno afgano contaban con unos trescientos mil efectivos -unas treinta divisiones convencionales-, con multitud de asesores extranjeros, entre ellos muchos españoles, un intenso y continuado apoyo aéreo norteamericano, y un suministro casi ilimitado de armamento y vehículos militares.

Los talibanes nunca fueron más de unos ochenta mil, con una muy deficiente organización en bandas armadas, mucho peor equipados y con unos mandos de tipo tradicional y religioso, sin mucha idea de conocimientos militares. ¿Cómo fue posible que ganaran la guerra y conquistaran el país en dos semanas? Pues fue posible por dos fundamentales razones. La primera, por la corrupción brutal de toda la clase dirigente afgana, una corrupción que comparte con todas las clases dirigentes del llamado Tercer mundo.

Muchas de las teóricas divisiones gubernamentales sencillamente no existían y los fondos que las financiaban alimentaban las fortunas de sus dirigentes; en las que sí existían, sus fondos tenían el mismo destino, mientras los soldados, mal equipados y desmoralizados, pasaban meses y meses sin cobrar. Las armas norteamericanas eran compradas y vendidas en el mercado negro, y la actividad principal de los gobernantes era el tráfico del opio, la primera –y casi única- producción de la agricultura afgana. Con variantes locales, es lo mismo que ocurre en todo el Tercer mundo, en donde la ingenua ayuda occidental se limita a enriquecer aún más a sus dirigentes: en Haití, por ejemplo, bandas armadas de narcotraficantes controlan parte del territorio y del dinero que llega del exterior con motivo del reciente terremoto, y las casas y las infraestructuras derruidas se confunden con las derruidas en el terremoto de hace once años, que siguen igual.


La segunda razón del triunfo talibán es la propia configuración de la sociedad afgana. Salvo en Kabul, que constituye una especie de isla de una –aparente- modernidad, la sociedad afgana tiene una estructura tribal desarticulada, y cada territorio es patrimonio de un clan, que gobierna un señor de la guerra. Basta con que ese jefe tribal apoye una opción para que esa opción se imponga en todo su territorio. Y todo ello presidido por una interpretación rigorista y puritana del Islam, aunque sin llegar al paroxismo enloquecido y delirante y a la misoginia patológica de la interpretación talibán. En ese contexto, los extranjeros son percibidos como extraños contrarios a la tradición y a la religión, y, cuanto menos, son tratados con desconfianza y considerados enemigos potenciales.


Joe Biden está siendo el político débil, despistado y manipulador que siempre fue, y, para empezar, ¡cómo no!, ha culpado del ridículo norteamericano a la herencia recibida de Trump. Lo cierto es que ha sido inaudita la desinformación y la incompetencia de sus mandos militares y de sus servicios de inteligencia, que no previeron una situación que, por supuesto, recuerda al Saigón de 1975 y a la toma de rehenes en la embajada en Teherán en 1979, bajo Carter, otro presidente débil y manipulador.


Por desgracia, en Afganistán asistimos a una mala película de final incierto y consecuencias irreparables. Y su palabra no es “rosebud”; sus palabras son “corrupción” e “incompetencia”.

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