“El volcán no es un espectáculo ni mucho menos una fiesta, es un enemigo que le está haciendo un gran daño al pueblo de La Palma, un monstruo aterrador frente al que no podemos hacer nada”, advertía ayer Elsa López, poeta e hija adoptiva de La Palma, conmovida por la catástrofe que estos días aparece en las televisiones y periódicos de todo el mundo.
“Cuando la lava revienta una casa, se revienta todo un pasado, toda una historia”, subrayaba frente a las cámaras de Televisión Canaria la escritora, que se preguntaba ante los espectadores “¿qué es lo que se lleva uno de su hogar cuando le dicen que lo abandone inmediatamente?”, una reflexión que se planteó al conmoverle el lamento de una madre joven obligada a huir de su vivienda ante la proximidad de la lava: “Tuve que dejar los juguetes de mi niño”.
La tragedia de Cumbre Vieja crece con el paso de los días. La devastación se extiende en forma de doble lengua de fuego que avanza ladera abajo con una parsimonia implacable devorando viviendas, colegios, carreteras y fincas de plataneras camino del mar. Yurena, vecina de El Paraíso, no podía reprimir las lágrimas tras verificar cómo el río de rocas incandescentes sepultaba su casa en El Paraíso, uno de los núcleos borrados del mapa por la erupción estromboliana. Solo le dio tiempo a meter en dos maletas “unos trapitos” y ropa de su marido y su hijo. “Los vecinos afectados necesitamos medicinas, comida para animales y ropa”, clamaba ayer frente a las cámaras.
Valentín y su familia corrieron la misma suerte en el Camino de la Vinagrera. “Papi, papi, mira lo que se nos viene encima” fue lo último que escuchó en voz de su hijo antes de salir corriendo de una vivienda que hoy ya no existe. Bajo la lava quedaron 30 años de vida. Asegura que desde ese momento no puede dirigir su mirada a las coladas, como hacen otros vecinos, y no para de preguntarse qué va a pasar con su familia.
“Estamos a merced de lo que hace el volcán, que avanza abriendo sus alas”, apuntó entre la resignación y la impotencia Gara, vecina de San Nicolás, una de las afectadas por la última boca de emisión de lava, a la espera de conocer si su casa sobrevivirá al muro de más de seis metros de alto y mil grados de temperatura que se mueve cuesta abajo como una trituradora insaciable. Incertidumbre y ansiedad son las dos palabras que, asegura, definen el estado de ánimo de la isla de La Palma desde el pasado domingo.
La erupción deja escenas insólitas que reflejan la gravedad de la situación, como la descrita por el periodista de Radio Ecca Miguel Ángel Reyes, testigo de cómo el párroco de Todoque ayudaba a cargar entre sollozos en cuatro camionetas dos cristos crucificados y varias imágenes de santos de la iglesia antes de romper a llorar como un niño. O la de un par de coches llenos de ropa, cuadros y utensilios de cocina alejándose de la zona cero. O la de un grupo de periodistas dejando sus cámaras y micrófonos en el suelo para cargar los enseres de las personas que salían sin fuerzas y desorientadas de sus casas, previsiblemente por última vez. O la de Carlos, que dirigió su última mirada a Todoque con los ojos empañados antes de subirse a su camioneta cargada de bolsas. “Aquí va mi vida”, dijo, señalando con su cabeza a los bultos.
“Por la noche será un espectáculo, pero de día es una tragedia”, argumentó un residente en El Paso molesto con quienes se jactan de la “belleza” y de la “fiesta de la naturaleza” de un volcán que no tiene nombre. “Esto es histórico y lo bonito que quieran, pero es una catástrofe con todas las letras que ha destrozado a muchas familias que lo han perdido todo”, concluyó.
Los psicólogos se esmeran en atender numerosos cuadros de estados de shock, ansiedad, estrés y miedo que se traducen en noches enteras sin dormir. Destacan que la incertidumbre es el peor escenario y reconocen que trabajan “bajo duelo” con los afectados; especialmente, con los mayores, que han visto cómo el trabajo de toda una vida ha desaparecido bajo un manto azabache de destrucción.