la palma

“El volcán está moribundo y a punto de acabar por fin”

Frente a este todavía hipotético final aparecen otros miedos: que la atención en la Isla decaiga y se olvide un territorio que puede pasar a ser escenario de una erupción social
Ángeles espera que llegue el fin desde el Área de Asuntos Sociales, mientras que Pablo Domínguez confía en que la vida del volcán está próxima a acabarse. DA
Ángeles espera que llegue el fin desde el Área de Asuntos Sociales, mientras que Pablo Domínguez confía en que la vida del volcán está próxima a acabarse. DA

Lo que quiere la gente en el Valle de Aridane es que el volcán se apague definitivamente, tras un infierno de casi tres meses. El fin de la erupción es para miles de personas, más que un deseo, una necesidad imperiosa para no rendirse y abandonar el Valle, del que ya han salido muchas familias. Frente a este todavía hipotético final aparecen otros miedos: que la atención mediática de estas semanas interminables en La Palma decaiga y se retiren los focos de un territorio donde la crisis económica, aún en el camino de la reconstrucción, puede quedar olvidada y pasar a una silenciosa erupción social, con una grave pérdida de población, un aumento del desempleo y la tan temida exclusión social.


Más allá de esos miedos, que comparten todas y cada una de las personas a las que se les pregunta si creen que este respiro, que va camino de las 72 horas, es el fin de la erupción, está la incapacidad para recibir una nueva decepción ante una indeseable reactivación de una erupción que han terminado humanizando, incluso, a los científicos. Algunos temen afirmar su confianza en la muerte inmediata del volcán, como si darlo por concluido pudiera enfurecerlo, como si evitar verbalizar el fin pudiera conjurar la agonía volcánica. El lenguaje corporal es casi más revelador que las palabras. Ante la pregunta, un vecino de Puerto Naos, desplazado desde hace 88 días de su hogar, cruza los brazos sobre el pecho, conteniendo la respiración en el diafragma.

Se encoge de hombros y ladea la mirada. “Yo lo que estoy de verdad es contento de no oírlo, de que esté callado, porque cuando días atrás volvió a coger fuerza, fue un susto muy grande. Lo que espero es que no nos haga más daño”, dijo. Paco se toma un cortado bajo la gorra con la que desde hace casi tres meses se cubre la cabeza de la ceniza. Y mientras pide que no le fotografíen. “Llevo tanto tiempo usándola que ahora ya ni me doy cuenta de que la tengo. Pero mira, ahora mismo no me hace falta”, indicó. “Ojalá fuera cierto y bajo el subsuelo ya no hubiera más fuego, cenizas y roca fundida que lanzar a la superficie”.

Razziel, un joven pescador que quiere creer en el final para recuperar su actividad pesquera y su medio de vida.


Pablo Domínguez es un hombre jubilado con una enorme vocación por ayudar. Desde hace dos meses se ha puesto a disposición de la Plataforma de Afectados para colaborar desde su experiencia profesional, cercano a la tragedia por su pareja, que ha perdido fincas y terrenos. Con Pablo es sencillo encontrarse en el entorno de la plaza de España de Los Llanos, cerca de la pérgola, en el kiosco. Lo dice con certeza: “El volcán está moribundo, ahora va a acabar por fin”. Lo tiene claro, no tanto por un optimismo innato, sino porque necesita creer.


Ángeles Fernández, que ha vivido esta crisis volcánica desde el primer día al frente de la Concejalía de Asuntos Sociales del Ayuntamiento de El Paso, viendo de cerca tanto dolor y frustración en sus vecinos, no termina de fiarse de este letargo, que cree que podría ser engañoso, impostado: “Espero que sí, que sea definitivo, pero hay temor, porque nos ha dado tregua y cuando nos hemos querido confiar, como ocurrió el domingo, vuelve a reactivarse. Visto cómo se ha venido comportando y los sustos tan grandes que nos ha dado, no me atrevo a decir qué puede ocurrir. El deseo, claro, es que todo esto termine cuanto antes”. Ángeles, que asistió el domingo a la misa celebrada en la iglesia de Tajuya mientras el volcán estaba en silencio, se vio sorprendida apenas unas horas después, mientras volvía a casa, por el rugido de la erupción y el gran penacho de humo y cenizas que volvía a cubrir el Valle. Se aventura a pensar en “la mala idea del volcán. Eso es lo que temo; parece querer hacernos creer que podemos respirar por fin y de repente vuelve a decirte ‘aquí sigo”. En el puerto de Tazacorte, un pescador de 34 años, que sigue esperando por volver a faenar y recuperar su medio de vida en el mar, dice que “creo que sí, que ya no puede dar más sorpresas, quiero creer que este es el final de esta pesadilla, porque todo lo que ha destruido es mucho. Lo que queremos es que pare y empezar a trabajar como antes”. Entre los testimonios, el de Amanda, la joven mujer que tiene frente a su casa la segunda boca del volcán, que sabe que en algún momento tendrá que caminar sobre la colada para llegar a las puertas de su vivienda, cuyos daños son enormes. No sabe si encontrará fuerzas para hacerlo, porque “allí dejamos 40.000 euros de inversión en obras que terminamos dos meses antes de aquel domingo. Todo perdido”. Amanda lo tiene claro: “Espero que esto sea cierto, que no se despierte otra vez, que no cause más daño”.


Y si de testimonios se trata y de cómo se sienten muchos de los afectados en el Valle, entre esos más de 7.000 desplazados, el caso de Nieves, una profesora que perdió su casa en Los Campitos y que justo el martes, cuando el volcán comenzó este letargo, aseguró que “quiero que acabe, pero al mismo tiempo me da miedo lo que vendrá después”. La joven se refiere a ese horizonte que le parece incierto, a la espera de soluciones efectivas ante una catástrofe que ha extendido sus brazos sobre más de 1.100 hectáreas.

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