Por Ángel Panero. La paternidad es eterna. Lo escribo desde la silla del hospital en la que la persona que le dio sentido a esa palabra ya forma parte de mi constelación. Y aquí, con la tristeza, la desolación y el dolor, me sorprendo porque haya decidido visitarme, también, una ráfaga de tranquilidad. La calma, aunque no es protagonista, quiere tomar relevancia, coger las riendas y hacerme recordar lo feliz que fui en cada instante con él. Viene para susurrarle a la memoria que él fue perdiendo, que recuerde cuando cantábamos juntos el tango Volver en el salón. Cuando el unísono de nuestras voces reían a carcajada limpia por cualquier tontería. Cuando me decía, ya de pequeño, que yo no sería teniente como él, pero que estaba orgulloso de mí. Y sé que lo estará siempre. Cuando viajábamos, juntos, con mi madre, a la que adoraba, y disfrutábamos del placer de sentir que nos comíamos la vida como un helado en verano. Cuando nos fundíamos en un abrazo o nos hacíamos sentir el cariño que nos teníamos siempre. La tranquilidad viene a hacer presencia para recordarme que se lleva todo el amor del mundo.
Podría rellenar este artículo de las miles de vivencias que me hacen reafirmar lo mucho que nos hemos querido, vivido y apoyado. Podría recordar a Gardel que, como bien decía, es “un soplo la vida y veinte años no es nada”. También podría hablar de lo que me ha enseñado con su sabiduría infinita, su fuerza eterna y su entereza envidiable. Pero por mucho que escriba, solo quien ha sentido la admiración, el orgullo y el amor a su persona va a empatizar con mis palabras.
Cualquiera podría pensar que es una maldición tener que despedirme, físicamente, de él siendo tan joven. No les voy a decir que no. Lo que no saben es que no importa el tiempo sino la intensidad de las vivencias, de las miradas cómplices, de las caricias bien dadas, de todo eso que me hace mirar al pasado y al futuro con el orgullo y la felicidad de que la vida me haya premiado dándomelo como persona, como confidente y como padre.
Y aunque, tras esto, me toque “vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo” que no me cansaré de llorar, esto no es una despedida. Solo se despide quien pierde, quien se apaga, quien se va y a quien se olvida. Entiendo que da igual donde esté, en qué astro se esconda o a dónde decida viajar. Ahora que se acaba el tiempo sé que siempre voy a estar agradecido, orgulloso de él, que siempre le voy a querer y a admirar, que siempre estaremos unidos porque me ha enseñado que la paternidad es preciosa, firme, consistente, agradecida, amable, dulce y, sobre todo, eterna.