Pasadas las 16.00 hora canaria, Biden descolgó ayer el teléfono rojo y habló con Putin agriamente, con la amenaza de una guerra sobre la mesa. Desde la crisis de los misiles de Cuba en el 62 (Kennedy-Jrushchov) y el final de la guerra fría tras los acuerdos de desarme Gorbachov-Reagan y la disolución de la URSS en 1991, americanos y rusos (antes soviéticos) habían logrado orillar el peligro de un gran encontronazo como este de Ucrania, que parece tan inminente, irreal y acaso evitable.
Si se lanzan misiles aún bajo la pandemia, diríamos, con propiedad, aquello de vacunados a la guerra con que abrimos la tercera y última entrega sobre el ocaso de estos años de virus que han sido, como se nos dijo, una guerra inusual, mortífera hasta el corvejón del ómicron. De manera que de la guerra mistérica de la COVID pasaríamos, sin solución de continuidad, a la guerra de Putin, con bombas de verdad que, en el peor de los casos, podría convertirse en la III Guerra Mundial, si no lo impide la vía diplomática. Es la guerra del Homo pandemicus. Duele abrir un domingo una edición de DIARIO DE AVISOS presintiendo otro colapso del mundo, con las vidas inocentes que pueda costar esta escalada mefistofélica desde las profundidades del infierno. ¿No queda ningún dirigente con cabeza en el planeta de los pandémicos?
Pero estamos en febrero, el mes menino, el peor del año, como dice el reportero Kevin Killeen en su vídeo viral desde Misuri, que sigue martilleando irónicamente nuestras conciencias seis años después de su ocurrente paseo histriónico a orillas del río Misisipi, el mes del día de San Valentín y el miércoles de ceniza: “¿Qué otro mes podría albergar un día festivo diseñado para recordarnos que todos vamos a morir?”, comenta con sarcasmo el bueno de Killeen. El mes de la parodia de la muerte se enfunda el mono militar y amaga con enfrascarse en esta guerra psicodélica de líderes endiosados, si no la remedian los cuatro metros de la mesa blanca de Putin con Macron, el telefonazo de Biden a su amigo “el asesino” o el lado sensible del ruso, que dice Nacho Duato, en su favor, que toca el piano y va al ballet.
No es la invasión de Ucrania toda la pesadilla de este febrero sórdido y desalmado. Sino los indicios de las nuevas especies que subyacen en las aguas profundas de la política, vistas las mañas que apuntan los jemeres ultras de Europa, América y otras latitudes. Lo que asusta es lo que es, que dirían los budistas, lo que aguarda detrás del telón de esta guerra del siglo XXI. Si Macron no se dejó hacer la PCR para que Putin no le robara el ADN -y de ahí la gigantesca mesa de café de la entrevista en el Kremlin-, ese día la democracia temió lo peor: antes de que el fuego fuera real ya había comenzado la guerra.
Una de las causas de la ebullición de la ultraderecha es el lenguaje populista, de fácil comprensión. La ortodoxia alambicada de la izquierda se duele del mensaje que cala en la gente. Trump es uno de los padres de ese mainstream de la nueva cultura de masas con su famosa posverdad (el todo vale) y las consignas a pie de calle, incluida la soflama en los estertores de su mandato aquel 6 de enero de 2021 para asaltar el Capitolio y tumbar la democracia.
En Castilla y León hoy se pone a prueba el populismo de Vox y la ansiedad del PP por llegar a la Moncloa, acaso el ensayo de la prosa que justifique mañana por escrito un pacto de derecha extrema en el Gobierno de España.
La pandemia, se dijo por parte de algunos expertos, podría dejar tocado al populismo que Bolsonaro y el propio Trump fundaron a finales de la década pasada. Pero la deriva de los acontecimientos (la misma guerra customizada de Ucrania enciende las luces de alarma) no confirma esa tesis. En Europa, es una ola que crece. En su día Steve Bannon, exasesor del yanqui y profeta del Tea Party, quiso alentar la llama con una gira europea antes de caer en desgracia por sus cornucopias y corruptelas. Basta con hacer la ecografía del cadáver político de las ideologías de Europa para constatar que la Agrupación Nacional de Francia (Le Pen), la Fidesz de Hungría (Viktor Orbán), la Alternativa para Alemania (Tino Chrupalla), los Demócratas de Suecia (Jimmie Akesson), el Partido por la Libertad de los Países Bajos (Geert Wilders), la Liga del Norte de Italia (Matteo Salvini), el Partido de la Libertad de Austria (Herbert Kickl), el Partido Popular Suizo (Marco Chiesa) y el acorazado Vox (Santiago Abascal) no son nostalgias anecdóticas de una derecha radical que hunde sus raíces en el siglo XX. Estas fuerzas emergentes gobernarán un día u otro, y quizá más pronto que tarde, bajo la muletilla de la libertad que antes fue patrimonio de la izquierda. Bannon, en su momento de gloria, llegó a fundar en Bruselas la agrupación The Movement para fomentar el nuevo credo de una revolución de la era digital bajo paradigmas tan conmovedores como el euroescepticismo y el populismo de derechas. Estaba convencido de que ese Prozac había calado en Europa y contaba con líderes simpatizantes como el ruso Putin (ahora tan de moda por su impronta bélica pospandémica), el comunista chino XI Jinping y similares en Japón y Estados Unidos. Pese a que su eufórica multinacional solo logró sumar a Salvini y la calderilla del movimiento, no estaba desencaminado. El mundo iba por ahí.
Nos cuesta creer, en medio del debate sobre los vestigios franquistas de Santa Cruz, que estemos hablando de estas comorbilidades del enfermo terminal de la democracia. The Economist rebaja la calidad democrática de España a defectuosa, pero deberíamos aguardar un poco de tiempo para hacer balance de ese eterno convaleciente del menos malo de los sistemas. La economía ya había puesto de su parte las condiciones del malestar de la mano de obra (la que vota) con la defunción del estado del bienestar tras la Gran Recesión de 2008. Y ahora, a la vuelta de dos años de pandemia, vemos asomar las orejas del lobo. Que tenga paciencia The Economist. La guerra, la venidera o la psicológica que ya estalló, dará oportunidad para conocer en qué estado quedan las democracias del mundo.