guerra en ucrania

La descomposición de la antigua URSS

Entre 1990 y 1991, la Unión Soviética desapareció. Lo que era la URSS mutó en 15 repúblicas. La mayoría de ellas sigue hoy bajo la órbita de Moscú, y solo las bálticas han acabado ingresando en la OTAN y la UE

Para entender mejor lo que está sucediendo estos días en Ucrania y el desmedido afán expansionista que demuestra Rusia, y, muy especialmente, su presidente Vladímir Putin, es necesario recordar qué sucedió a principios de la década de los 90 en esta zona del este de Europa, en lo que entonces era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Aunque el germen de la URSS se planta en el contexto de la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa -y especialmente con la Revolución de Octubre o bolchevique de 1917-, no será hasta 1922, ya en plena guerra civil rusa, cuando nazca la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas al federarse los territorios soviéticos de Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Transcaucasia -hoy Georgia, Armenia y Azerbaiyán-, que hasta ese momento habían funcionado de manera más o menos independiente. Sin embargo esos primeros años de vida de la Unión Soviética fueron tremendamente complicados al estar marcados por la guerra, las crisis económicas, las hambrunas y el reordenamiento político y social que propugnaba el nuevo régimen. Su consolidación como potencia llegaría más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial.

En 1939 la Unión Soviética no tenía la capacidad económica y militar que otras potencias europeas, como Alemania o el Reino Unido, sí poseían, pero apenas seis años después, en 1945, la URSS se había convertido en un poder indiscutible a nivel continental y global.

Aunque en varios momentos estuvo cerca de perder el pulso con la Alemania nazi, su capacidad industrial, la enorme superioridad demográfica y las ayudas militares recibidas desde Estados Unidos hicieron posible que los soviéticos acabasen con la mayor parte de la maquinaria de guerra alemana camino de Berlín.

Así, y todavía bajo el mando de Stalin, la Unión Soviética fue un país fundamental para gestar el orden internacional que en buena medida vivimos hoy. Los soviéticos estuvieron presentes en conferencias cruciales, como la de Bretton Woods en 1944 o la de San Francisco al año siguiente, que vio nacer las Naciones Unidas.

Consciente de la importancia de tener una posición influyente en ese nuevo orden internacional, la URSS, como ganador de la contienda, se aseguró de estar al mismo nivel que otros vencedores en organismos como el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde formaba parte de los cinco países con derecho a veto.

una superpotencia

En ese momento quedó patente que los soviéticos se habían convertido en una superpotencia junto con Estados Unidos, y poco tiempo después comenzaría la Guerra Fría. La Unión Soviética desarrolló su propio espacio de influencia, especialmente en Europa del este a través del Pacto de Varsovia pero también en Asia, el continente africano o en América Latina. Además, y con la intención de rivalizar de forma equivalente a Estados Unidos, también desarrolló el arma atómica.

Las décadas siguientes fueron una sucesión de golpes de Estado, revoluciones, guerras en terceros países y pulsos por medio mundo en un intento por doblegar al rival. Guerras como la de Corea, Vietnam, la Revolución cubana, las descolonizaciones en Asia y África, el golpe estadounidense en Irán contra Mossadegh o las intervenciones soviéticas en Hungría o Checoslovaquia, estuvieron, entre otras causas, motivadas por esa confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Pero la potencia comunista, como otros tantos países, tenía sus propios problemas internos. El inmovilismo político y la ausencia de reformas llevaron a que, poco a poco, se fuese quedando atrás en la carrera con los estadounidenses.
Para cuando Gorbachov llega al poder en 1985, la situación exigía cambios de calado si la URSS quería recuperar el pulso. Es entonces cuando se ponen en marcha profundas reformas orientadas a la liberalización política y económica: la Perestroika y la Glásnost. Sin embargo, estas medidas no resultaron como se preveía en la teoría, y en muchos aspectos generaron la inestabilidad que precisamente pretendían evitar. Si a ello le sumamos factores como la catástrofe nuclear de Chernóbil, la retirada soviética de Afganistán, la caída de los regímenes socialistas en Europa del este, el resurgimiento del nacionalismo en muchos territorios soviéticos y una oposición interna al reformismo de Gorbachov, el camino para la implosión de la URSS estaba más que abonado.

La Glasnot y la Perestroika, desde un primer momento, fueron conceptos tremendamente abiertos. No había una definición única de los mismos. Un día la Perestroika (reestructuración) podía apelar al reencuentro con los viejos principios socialistas y a la semana siguiente aparecer ligada a la idea de un sistema de mercado capitalista. La reforma era algo positivo, aunque nunca llegara a quedar claro hacia dónde se dirigía el gobierno.

Por otro lado la Glasnot (apertura) también se prestaba a las más diversas torsiones. Desde una mayor publicidad y transparencia por parte del Partido Comunista hasta una crítica abierta a todo el sistema soviético. La situación no dejaba de ser paradójica, ya que era el propio Gorbachov quien alentaba a los medios e intelectuales a censurar las políticas socialistas, como si él no tuviera nada que ver en todo lo que ocurría. De la noche a la mañana la prensa se volvió claramente anticomunista, situando en una posición muy difícil a todos aquellos que osaran criticar el nuevo rumbo marcado desde Moscú. Tras más de 70 años de historia principios tan básicos como la planificación económica, la propiedad estatal o el liderazgo del Partido Comunista se ponían en tela de juicio.

las repúblicas bálticas

Para 1990 ya había repúblicas que habían salido de la URSS, como era el caso de las bálticas. A pesar de que Gorbachov intenta una refundación del país, otros territorios votan la independencia. Así, durante todo el año 1991 el resto de repúblicas salen de la Unión Soviética como Estados independientes. El 25 de diciembre de aquel año el país deja formalmente de existir. Su testigo a efectos legales lo tomaría Rusia, el país que se consideraba Estado sucesor por ser el más representativo del conjunto soviético en términos históricos, políticos, económicos y demográficos.

Las consecuencias de aquello fueron negativas en muchos aspectos, ya que las crisis que se venían gestando durante el declive soviético eclosionaron definitivamente con el colapso. La crisis económica fue devastadora: si en 1989 el PIB per cápita soviético había sobrepasado los 20.000 dólares, una década más tarde, en 1999, había caído por debajo de los 7.000 dólares de media en los territorios que habían sido soviéticos. En 2016 esa riqueza seguía por debajo del máximo soviético. Este descontrol económico fue un momento de enorme desigualdad en el que amplias capas de la población se sumieron en la pobreza mientras una minoría se hizo con empresas y poder político que años después les ha reportado gran influencia en sus respectivos países.

Los conflictos tampoco tardaron en aparecer. El colapso soviético y la posterior crisis llevaron a muchos de los nuevos países a puntos críticos. Rusia quedó muy frágil en su integridad territorial por el práctico derrumbe del Estado, lo que se pudo comprobar con la primera guerra de Chechenia entre los años 1994 y 1996. Sin embargo, zonas como Transnistria quedarían como Estados independientes de facto mientras en el Cáucaso se sucedían las guerras tanto en Georgia como entre Armenia y Azerbaiyán.

El “fin de la historia”

Es 25 de diciembre y hace rato que ha caído la noche. En las calles de Moscú a estas horas es difícil encontrarse con alguien. No obstante, dentro del Kremlin hay una actividad inusitada. Decenas de funcionarios recorren de manera apresurada los pasillos, aunque ninguno parece tener claro dónde ir. Mijail Gorbachov, que ha sido durante seis años secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, acaba de presentar su renuncia. La URSS deja de tener presidente. Todo el planeta contempla estupefacto los acontecimientos, aunque en el exterior del Kremlin ya se aprecian los primeros cambios. La bandera roja es arriada, y en su lugar aparece la bandera tricolor de la Federación Rusa. La imagen, retransmitida por todos los medios, no deja lugar a dudas: el gran imperio soviético ha dejado de existir. La debacle comunista es total, y desde occidente los más entusiastas no dudan en proclamar “El fin de la historia”. El socialismo soviético no funciona. El centralismo no funciona. En definitiva la economía planificada está condenada al fracaso. La URSS y sus 74 años de vida no han sido más que un mal sueño, un accidente solo sustentado en la represión y el autoritarismo. Hasta los partidos socialdemócratas aceptarán esta versión. El marxismo-leninismo ha perdido toda autoridad, mejor simplemente olvidar esa etapa oscura. Aún hoy en día es difícil encontrar una explicación de la caída de la Unión Soviética que no asuma esta como inevitable.

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