la guancha

El poder de Yaya está en su corazón

Susana Expósito aprendió a santiguar de su madre; a su casa acuden personas de toda la Isla y la llaman desde la Península; tiene 85 años, cultiva su huerta, practica bicicleta y yoga pese a que le dijeron que una caída le iba a impedir hasta comer por sus propios medios
Si hay un lugar donde Yaya es felíz y disfruta, es en su huerta. Fran Pallero
Si hay un lugar donde Yaya es felíz y disfruta, es en su huerta. Fran Pallero
Si hay un lugar donde Yaya es felíz y disfruta, es en su huerta. Fran Pallero

A Susana Candelaria Expósito, a quien sus vecinos conocen como ‘Yaya’, la reclaman de todas partes de la Isla y de la Península. Y es que Yaya heredó de su madre, muy conocida en su Tacoronte natal, un poder para curar aquellas dolencias o males que no encontraban solución en la medicina tradicional.

Esta guanchera de adopción lleva 58 años viviendo en el barrio de Santo Domingo, aprendió a santiguar por su madre “y por necesidad, porque tenía cinco hijas pequeñas y no tenía coche para llevarlas a que ella les rezara cuando estaban malas”, cuenta.

Su madre tenía los papeles apuntados y se los aprendió. Todavía guarda algunos de los ensalmos dentro de un folio de plástico, como si fuera un tesoro. A su progenitora no sabe quien le enseñó pero deduce que aprendió de la misma manera.

Yaya rezó a sus hijas y después a todo aquel que acudiera y acude a verla. Es por el “boca a boca”, ya que no cobra. Nunca lo hizo, porque cuando se empieza a lucrar, el rezo no surte efecto. “Si me quieren dar algo, tengo una hucha donde junto dinero para la iglesia”, aclara.

Tiene cinco hijas, diez nietos y ocho bisnietos. A una de ellas, Marga, presente durante la entrevista, le cuesta creer en cosas que no tienen explicación científica, pero reconoce los poderes de curación que tiene su madre porque los ha experimentado directamente.

Hay temporadas en las que recibe hasta cuatro personas al día y otras en las que no va nadie. Ni siquiera durante la época más dura de la pandemia dejó de atender a las personas que lo necesitaban. Con mascarilla, guardando las distancias de seguridad, “ellas en una punta y yo en otra”.

Explica que para cada dolencia hay un rezo y una práctica específica. Para el mal de ojo, hay que rezarle a San Luis Beltrán; pasando por el empacho, que en el caso de los niños “masajea la barriguita”; el herpes, que se cura picando hojas de geranio rojas mientras se implora al santo en cuestión; o ‘el abierto’, una afección de la mano que provoca que la persona se quede sin fuerzas. En este caso, mientras se invoca se cose un pañito porque supuestamente “se te abre la mano”, o se amarran los dedos, porque se inmoviliza el músculo.

No oculta las oraciones, pero ninguna da resultado si no hay fe y a ella no le falta porque es muy devota. Bosteza mientras cura pero sabe canalizar tan bien las energías de los demás que a ella no la perjudica. “Yo soy única”, bromea.
Razón no le falta. Tiene 85 años, cultiva su propia huerta y practica yoga y bicicleta pese a que años atrás sufrió una caída muy fuerte que según los médicos, le iba a impedir hasta volver a comer por sus propios medios.

Fue en 2013 y el diagnóstico no fue precisamente bueno. Se cayó de dos escalones y se rompió el brazo y cinco costillas, se partió el hígado y tuvo un hematoma en un pulmón. Estuvo 20 meses postrada. Cuando la volvieron a ver le hicieron fotos para exponer su caso y le preguntaron si había hecho rehabilitación. Ella contestó que sí, pero que el mayor resultado lo había conseguido haciendo las cosas de su casa y trabajando en la huerta. “Yo por su brazo no daba un duro, así que la próxima vez que mande a alguien a rehabilitación, los mando para su huerta”, le dijo uno de los profesionales.

Se levanta a las seis de la mañana y hace 40 minutos de bicicleta. El mismo ejercicio repite a la una de la tarde mientras mira La ruleta de la suerte, un programa de televisión que le encanta. En octubre comenzó a practicar yoga. Es admirable como se toca las puntas de los pies con las manos. “Mira”, me dice. Y acto seguido muestra una postura que consiste en apoyar la planta de un pie sobre la pierna del otro y unir las palmas de las manos con los brazos a la altura del pecho.

Cuando se casó aprendió a calar con su suegra. Se llegó a convertir en una de las caladoras más reconocidas del municipio. “Era un trabajo de chinos”, bromea. Se dedicó hasta que llegó el euro, en el año 2000, y ese tipo de trabajo empezó a perder valor.

Pero su mayor vía de escape es su huerta, donde disfruta un par de horas por la mañana. “¿Quieres ir a verla?”, me pregunta orgullosa. Se atreve con batatas, coles, acelgas y espinacas, dos papayeros, ajos, perejil, judías, cilantro, cebollas y sobre todo, muchas flores, entre las que se encuentran “las rosas con la bandera de España”, porque son rojas y poco a poco se van tornado amarillas pero en un momento conviven los dos colores. Allí, en ese punto exacto, descansan las cenizas de su esposo y el de su hija Marga. Quizás por eso la huerta reluce, igual que el jardín anexo, repleto de macetas.

Antes cultivaba café. Quienes la conocen aseguran que el que prepara Yaya “es irresistible”. Compra los granos en Tacoronte que ella misma tuesta a leña en una barbacoa, los muele cada semana y los guarda en un recipiente con dosificador.

Nunca se pone mala. “Ni Dios quiera”, dice. Su hermana Susa, de 91 años y que vive con ella, asiente. “¿Si ella se pone mala quien me hace la comida”, apunta riéndose.

Porque a Yaya también le gusta cocinar. Y le pone todo su corazón, igual que a cada cosa que hace. Ahí se encuentra su verdadero poder.

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