En septiembre de 1938 se firmaron los denominados Acuerdos de Múnich entre el Reino Unido y Francia con la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Mediante esos Acuerdos, el primer ministro británico Chamberlain y el francés Daladier aceptaban la cesión de los Sudetes checoslovacos a Alemania con el pretexto de que la mayoría de su población era de habla alemana. No se permitió la presencia en las negociaciones de ningún representante del país que se sacrificaba, y del que el Reino Unido y Francia eran teóricos aliados. Se trató de una modificación fraudulenta del Tratado de Versalles, que había formalizado el final de la Primera Guerra Mundial, y en el que las potencias europeas se habían comprometido a defender la integridad territorial checoslovaca, y ponía en grave peligro la existencia del Estado checo. Sin embargo, el británico y el francés regresaron muy satisfechos de su labor, asegurando que habían evitado la guerra y asegurado la paz para el futuro. Unos meses más tarde, en marzo de 1939, los nazis invadieron lo que quedaba de Bohemia y Moravia, y convirtieron a Eslovaquia en un Estado títere; pero, ni aun así, las democracias europeas modificaron su cómodo no hacer nada. Solo la invasión de Polonia en septiembre de 1939 hizo que Churchill, que había sustituido al pacifista -y pusilánime- Chamberlain, declarara la guerra a Alemania y prometiera sangre, sudor y lágrimas.
Eran otros tiempos, unos tiempos en blanco y negro, en los que el blanco era blanco y el negro era negro, y en los que la política era real, y, como decía Clausewitz, la guerra era la continuación de la política por otros medios. Las políticas de apaciguamiento y buena voluntad tenían límites, y las tropelías solían ser castigadas. Los tiempos actuales son muy diferentes; hemos abandonado el blanco y el negro de la realidad, y Europa es un país multicolor en donde Ucrania no es Polonia y es impensable declarar la guerra a Rusia, no solo por el peligro nuclear. Por supuesto que es impensable, por supuesto. Pero no deja de producir una mezcla de tristeza, vergüenza y remordimiento el ser testigos de cómo un país y un pueblo es abandonado a su suerte ante nuestra mirada impotente y nuestros colores que destiñen cada día más. Y cómo hay miserables que defienden el genocidio ruso o la equidistancia entre Putin y la OTAN en nombre de la izquierda que se prostituye y traiciona la democracia.
Para tranquilizar nuestra conciencia colectiva, nos están presentando las sanciones financieras a Rusia como mucho más efectivas de lo que son en realidad. Los rusos ya contaban con ellas, y han preparado contramedidas eficaces que van a minimizar sus efectos, unos efectos que, en todo caso, sufriría la población, no sus dirigentes. El recurso al tan citado SWIFT ya se ha utilizado con Irán sin éxito, y no olvidemos que China posee uno propio y que Taiwán tampoco valdría una guerra. Por otro lado, Europa central depende del gas y el petróleo rusos, y muchas empresas españolas del trigo ucraniano.
Al menos, estamos armando al ejército ucraniano y sus milicias. Solo pueden abandonar Ucrania las mujeres y los niños, porque los hombres han de quedarse para combatir. Es de suponer que esta perspectiva de género hará reflexionar a las feministas y otros colectivos. Ucrania no parece ser multicolor.