Sostener que el CNI ha espiado a los independentistas catalanes por propia iniciativa, sin una orden directa del Gobierno -de Pedro Sánchez-, que se limitó a utilizar la información que le proporcionaban, sin preguntar su origen ni los detalles de su obtención, es insultar el juicio de los españoles.
Por supuesto que las inteligencias españolas -las dos, la de los teléfonos y autorizaciones judiciales, y la de verdad, la de las alcantarillas- actúan siguiendo las órdenes y las directrices políticas gubernamentales, como han hecho siempre en España y en todas partes. La cuestión es que lo han hecho tan mal que los han descubierto, además de no evitar que el presidente y miembros de su Gobierno fueran espiados, y descubrirlo un año después. Por eso, las declaraciones de Margarita Robles en su comparecencia en la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados son absurdas y risibles. Afirmó la ministra de Defensa y jefa de nuestros espías que los ciudadanos debemos estar orgullosos de nuestro país, y que somos un país confiable. Motivos para el orgullo hay que reconocer que nos han dado muy pocos, más bien al contrario; y en cuanto a la confianza, no estamos seguros de que la OTAN, que, por cierto, se reunirá próximamente en Madrid con la guerra de Ucrania como telón de fondo, piense lo mismo.
Robles parece políticamente amortizada, y la destitución o cese de la directora del CNI -el BOE es muy claro en su terminología pese a los esfuerzos de la ministra-, un gesto de cara a Cataluña. Un gesto en realidad innecesario, porque, pese a sus aspavientos y su sobreactuación, los radicales catalanes -y vascos- saben que la alternativa al actual Ejecutivo no es muy proclive a satisfacer sus exigencias ni a transigir con sus caprichos.
Lo único cierto en todo este embrollo artificial y absurdo es que el prestigio internacional de España ha resultado muy dañado, y nuestra credibilidad está bajo mínimos, digan lo que digan nuestros gobernantes. Es verdad que, al parecer, altas autoridades de otros Estados han sufrido intrusiones de inteligencias extranjeras, pero, a diferencia de nosotros, nunca lo han reconocido, su prestigio sigue incólume, y todo ha quedado en meras elucubraciones de tertulianos, periodistas y personajes en busca de autor.
A pesar de que muchos no pueden -o no saben- entenderlo o, incluso, concebirlo, la democracia no es una producción de Walt Disney, y tiene un importante componente sórdido de defensa del Estado en las alcantarillas, como decía Felipe González. El mundo de los secretos oficiales, fondos reservados y demás es más que opaco. Y la paradoja, brutal y demoledora, es que ese inframundo es necesario para que el mundo de luz y de color que creíamos único exista y podamos vivir en él. En ese contexto, la Comisión parlamentaria en la que se supone que a unos políticos seleccionados les van a contar unos secretos no menos seleccionados que no pueden revelar, no deja de ser una tontería. O un maquillaje, si el informado lector prefiere.
La inolvidable escena en que el tercer hombre, esta vez herido de verdad, intenta infructuosamente abandonar las alcantarillas de Viena por un acceso que está enrejado, nos sugiere la imagen de una democracia que, también herida, intenta infructuosamente abandonar las alcantarillas de la inteligencia.