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Inventar la historia

Hace muchos años, unos meses antes de aprobarse la Constitución, tuve ocasión de asistir a un congreso académico en la Universidad de Valencia. Y allí, más allá de las ponencias y las comunicaciones, aprendí -se me reveló- un componente fundamental del nacionalismo. Se debatía la descentralización política del Estado, que se estaba configurando en los trabajos constituyentes, y, en particular, la autonomía valenciana, sobre la que no parecía existir ninguna duda. Sin embargo, ya desde las primeras discusiones, experimenté la enorme sorpresa de comprobar que los profesores y congresistas valencianos se enfrentaban virulentamente entre sí no por problemas científicos o técnicos, sino por una cuestión previa y básica: la propia denominación de la futura Comunidad Autónoma.

Uno de los bandos proponía el nombre de Reino de Valencia, que responde fehacientemente a la historia de la región, porque si Valencia ha sido algo individualizado en su pasado histórico lo ha sido como reino con personalidad independiente y propia dentro de la Corona de Aragón, una corona que, a diferencia de Castilla, estaba descentralizada en unidades políticas, que la constituían. El título, además, es uno de los títulos tradicionales asociados a la Corona española. A mí la propuesta me resultaba suficientemente motivada e irrefutable.

Pues bien, el otro bando, por el contrario, la consideraba inaceptable y proponía como alternativa el nombre de País Valenciano, una denominación novedosa -inventada- y exótica cuyo fundamento no entendí en un primer momento. No lo entendí hasta que caí en la cuenta de que se trataba de un bando de nacionalistas catalanistas, que defendía la unión de Valencia y Baleares con Cataluña en los que llamaban los Países Catalanes. Es una idea en la que no insisten mucho los nacionalistas valencianos y baleares para no despertar suspicacias a la absorción catalana, pero que goza de un enorme predicamento en los ámbitos catalanistas. Al final, en un intento de superar el conflicto mediante el consenso, el nombre adoptado ha sido el de Comunidad Valenciana, una denominación roma y vacía de contenido, que traiciona -y oculta- el pasado valenciano. Y no olvidemos que una Cataluña independiente defendería siempre como reivindicación incesante la anexión de Valencia y Baleares, sin olvidar el Rosellón y la Cerdaña franceses, perdidos por España en la Paz de los Pirineos, y los municipios aragoneses fronterizos de influencia cultural catalana, que los catalanistas llaman las Marcas o Franja de Poniente.

Y no es el único caso. Otra Comunidad Autónoma que ha traicionado sus orígenes y su historia al adoptar su nombre es el mal llamado Principado de Asturias. Asturias fue un reino, y nada menos que el reino que dio origen a León y después a Castilla. Y cuando Juan I, rey de Asturias, le concede a su hijo el título honorífico de príncipe se lo concede en calidad de heredero, no de titular del reino. La siguiente evidencia que aprendí -que se me reveló- en Valencia es que, en contra de lo que cabría esperar, todo nacionalismo tergiversa la historia e inventa el pasado, que reescribe constantemente al compás de sus intereses o de sus ensoñaciones distópicas. Y eso explica su enorme éxito en España, un país y una sociedad que se caracterizan por no respetar su historia y desconocer su pasado.

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