El problema es que con la independencia de Cataluña no se solucionaría el problema. Y no se solucionaría porque una Cataluña independiente defendería siempre como reivindicación incesante la anexión de Valencia y Baleares, sin olvidar el Rosellón y la Cerdaña franceses, perdidos por España en la Paz de los Pirineos, y los municipios aragoneses fronterizos de influencia cultural catalana, que los catalanistas llaman las Marcas o Franja de Poniente. Son lo que el nacionalismo denomina los Países Catalanes, es decir, el antiguo Reino de Aragón sin Aragón. Y no olvidemos que en ese reino Cataluña era nada más que el Condado de Barcelona, mientras Valencia y Baleares (Mallorca) constituían reinos diferenciados y unidos solo por la titularidad de un mismo monarca.
El nacionalismo tiende al expansionismo territorial según su naturaleza, y siempre encuentra -o inventa- territorios irredentos que reivindicar. Bajo el nacionalismo, Alemania siempre es la Gran Alemania y los Sudetes siempre deben ser anexionados. En cuanto a nosotros, por fortuna ha caído en el olvido un antiguo -y sonrojante- mapa nacionalista en el que las Islas Canarias independientes crecían milagrosamente hasta los setecientos mil kilómetros cuadrados (una vez y media la España actual) mediante la sustracción a Portugal de las deshabitadas Islas Salvajes (se supone que ocupándolas militarmente con nuestras fuerzas armadas) y una desmesurada, ilegal -y artificial- ampliación de las aguas territoriales. Y en los años setenta muchos nacionalistas canarios no se recataban de afirmar que Canarias aportaría la población y el Sahara Occidental el territorio. Irresponsabilidad se llama todo eso; y ya sabemos cómo terminó.
El segundo problema es que España es un país y una sociedad que se caracterizan por no respetar su historia y desconocer su pasado.
Y cuando intenta aplicar criterios de ese tipo no hace sino agravar el problema. Miguel Sebastián, el antiguo asesor económico y ministro de Rodríguez Zapatero, propuso hace años una España en la que Cataluña, Galicia y el País Vasco fueran las únicas autonomías: una autonomía por excepción, como el Estado llamado “integral” de la Segunda República. Se equivocaba sobre Andalucía, Aragón, Baleares, Canarias, Navarra y Valencia. Pero, ¿qué sentido tiene la autonomía política y los Parlamentos de regiones como Castilla-La Mancha, Castilla-León, Extremadura, Madrid y Murcia? ¿Y La Rioja, parte histórica de Castilla y cuna de la lengua castellana? ¿Y Cantabria, el Mar y la Montaña de Castilla, cuya única razón de ser -de las dos- fue rodear -¿acordonar?- el País Vasco? ¿Por qué no se agregan Ceuta y Melilla a Andalucía, como lo estuvieron históricamente a las provincias de Cádiz y Málaga? Sebastián parece tener más sentido común político que económico.
Y después está el disparate de denominar Principado a Asturias, el reino fundante de Castilla, desconociendo que cuando el rey Juan I de Castilla -y Asturias- concede el título a su hijo Enrique se lo concede en calidad de heredero de un reino cuyo titular era el propio rey castellano. Por cierto, qué inmenso error primar este título castellano frente a los correspondientes de las Coronas de Aragón y Navarra, príncipe de Gerona y de Viana, respectivamente. El problema no son los nacionalismos; el problema somos los españoles.