No es lo mismo escribir sobre algo serio que hacerlo seriamente sobre algo. Se puede abordar un tema de excesiva trascendencia desde el prisma del humor, o desde la ironía, ese aspecto tan necesario de la escritura, como recomendaba Rilke a su joven poeta, y eso no le quita rigor al asunto; al contrario, si se hace bien, incluso puede resultar una ayuda para entenderlo mejor. A veces es preferible no hacerlo sobre nada, porque la oscuridad hace desaparecer a la noticia evitando debates inútiles. Eso es lo que hace la prensa de hoy con el anuncio de que el rey emérito acudirá a los funerales de su pariente Isabel II, la reina a la que llamaba Lilibet. El silencio es la mejor manera de obviar un tema que hasta el día anterior era algo que estaba al borde de ser considerado un linchamiento. Así es como ha calificado Pablo Iglesias, en una emisora de Barcelona, al acoso al que ha sido sometido el hasta hace poco rey artífice de la modélica transición, rogando que ya pare esa persecución. No conozco la intención del líder de Podemos, quizá solo se trata de una oportunidad para sacar la cabeza. Lo cierto es que a día de hoy parece que no conviene hablar sobre un tema en el que sembró la inquietud el ministro Albarez en una de sus intervenciones escasamente diplomáticas. Juan Carlos acudirá a Londres y saldrá en las televisiones de todo el mundo. Es más, me atrevería a decir que para muchos será el principal foco de atención, y, sin embargo, esa noticia pasa sin pena ni gloria por los titulares de esta mañana. Mejor dicho: ni siquiera pasa, no existe, siguiendo ese adagio tan nuestro de que ojos que no ven corazón que no siente. La muerte de un soberano y la parafernalia de los protocolos en su despedida son un fortalecimiento para el prestigio de la institución monárquica. Ya saben eso de las imágenes que valen más que mil palabras, y, sobre todo, el poder penetrante de la televisión que está por encima de cualquier reflexión intelectual profunda que recomiende las bondades de un sistema republicano. Por eso se explica que hablar de estas cosas es echar más leña a un fuego que por el momento no conviene avivar. Ahora estamos enterrando a Javier Marías y podemos comprobar como en los momentos trascendentales se aparcan las filias y las fobias y todos se refugian bajo el ancho manto del luto. Lo mismo pasa con los reyes. Por eso es mejor que todos nos estemos calladitos por un tiempo. Al final, lo del rey se reduce a un asunto de faldas, y eso es asumible teniendo en cuenta el comportamiento social que se exige a los héroes y a las heroínas del papel cuché y de la televisión. A ver quién se atreve a criticarlos. Como les dije al principio, siempre hay que disponer de unas gotas de ironía para sazonar cualquier comentario sobre la actualidad. Sin ironía no vamos a ninguna parte. Es la única forma de combatir el fundamentalismo excesivamente grave de los que se toman las cosas en serio. Quizá la mejor manera de hacerlo sea aderezarlas con unas risas, siempre tan convenientes para quitarle hierro a la solemnidad aburrida de lo insistentemente cotidiano. Juan Carlos va a ir al entierro. Como pariente sería un desaire que no lo hiciera. Faltaría más. Ustedes se imaginan que, después de haber cursado la embajada del Reino Unido la invitación, se hubiera rehusado a ella aduciendo razones en las que interviene la política del Gobierno de turno. No sería de recibo. ¿Verdad que no? pues precisamente por eso la prensa calla de forma vergonzante. Es lógico que lo haga. Yo también lo haría.