Sería razonable un debate informado y sensato sobre la fiscalidad en España. Sucede que en este irrespirable clima de confrontación, exacerbado por la inminencia de las elecciones, el enfoque parece más puesto en la señalización que en la creación de un sistema fiscal justo, eficaz y eficiente. No parece que sea un asunto de banderas, sí de oportunidad política.
Uno de los que más ha objetado sobre el Impuesto del Patrimonio ha sido Miguel Sebastián, quien fuera Ministro con Rodríguez Zapatero, quien ha recordado que ellos dejaron todo preparado para que decayese. No ocurrió porque Cristóbal Montoro no estuvo por la labor y siempre consideró que los ingresos tributarios eran insuficientes. Es decir, en un pasado reciente, el PSOE lo quiso quitar en línea con otros países de nuestro entorno donde ya no existe o tiene un carácter marginal -solo Noruega y Suiza lo tienen-, mientras que el PP, pudiendo eliminarlo, no lo hizo. Ahora es al revés, quizás porque uno está en la oposición y otro en el gobierno con las elecciones a la vuelta de la esquina. Pero, lo peor, es ver enfrentar a unos españoles contra otros, hablando de cosas que requerirían un poco más de tacto. Vemos como al presentar el “impuesto de solidaridad” (para compensar la pérdida del impuesto sobre el patrimonio en algunas comunidades autónomas), la retórica es preocupante: si uno objeta sobre un impuesto de tan bello nombre, ¿en qué te conviertes? En un insolidario. Pero es que, además, no es así. No hay nada solidario en lo que resulta obligatorio. ¿Acaso se puede decidir no pagarlo? ¿No existen consecuencias más allá de ser afectada nuestra reputación?. Es solidario porque los dirigentes dicen que lo es, sin necesidad de explicación adicional. Es sencillo ser solidario con los recursos ajenos.
Existen otras razones para oponerse. Hay formas legítimas de acumular un cierto patrimonio pero no tantas para intentar arrebatarlo. Porque en la mayoría de los casos se ha ido tributando por ese ahorro y gravarlo supone tener que pasar por caja por segunda o tercera vez, un absurdo que es además injusto. Porque genera unos incentivos perversos, pueden darse casos en los que se prefiera malgastar el fruto de años de trabajo duro antes que invertirlo para no tener que ser zaherido fiscalmente de nuevo. No debemos olvidar que una economía sana mezcla virtuosamente ahorro, inversión y consumo ni tampoco que parte de los problemas de la Gran Recesión que vivimos hace poco más de una década vino marcada por la escasez del ahorro nacional, una vez que lo consumimos, tuvimos que recurrir al ahorro extranjero.
Con todo, no es la única razón para advertir sobre lo que puede ocurrir. El Gobierno ha hecho estimaciones generosas sobre la recaudación de impuestos como la conocida tasa digital o el impuesto a las transacciones financieras aunque luego han estado muy lejos de la realidad. Aquí puede ocurrir lo mismo porque existen precedentes sobre iniciativas similares, tal es el caso de Francia. También le dieron un pomposo nombre, “impuesto de solidaridad sobre las fortunas” pero no funcionó ni por esas: se esfumaron del país 200.000 millones de euros, perdiéndose 7.000 millones de euros en recaudación de impuestos al año. La reducción del PIB fue del 0,2%, con lo que cabe preguntarse qué se gana con estas decisiones políticas. Es, como se ve, una mala idea económica que perjudica también a las clases medias al desplazarse la carga financiera, desde aquellos que pueden marcharse del país -Portugal tiende alfombra roja a quien quiera instalarse allí e invertir- a los que por las razones que sean deben mantener sus negocios y proyectos vitales en el territorio. Y, claro está, resulta también una mala idea social porque señalar culpables y dividir a la sociedad entre ricos y pobres no ayuda a resolver problema alguno pero sí crear nuevos. Se necesita a todos para tener un concepto de país en el que reconocerse y del que sentirse orgulloso, no querer convertir a unos pocos en la piñata de la fiesta a la que todo el mundo quiere golpear.