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Comunismo y democracia

Una característica perversa de la política actual es la legitimidad social y mediática de la que goza la extrema izquierda frente al rechazo que genera la extrema derecha, incluso en la propia derecha, que teme la identificación entre ambas. Podemos y sus múltiples franquicias constituye un movimiento antisistema comunista leninista, con componentes estalinistas en su organización central y en algunas de estas franquicias. Sin embargo, la izquierda socialista -y se supone que democrática- no tiene reparo en colaborar e, incluso, en mantener pactos de gobierno con ellos en todos los niveles, como el actual de Pedro Sánchez. Y eso a pesar de las evidencias de las sistemáticas violaciones de los derechos humanos y de la brutal represión de la disidencia que han practicado -y practican- todas las dictaduras comunistas, pasadas y presentes, desde Cuba a Corea del Norte, sin olvidar Venezuela.

La causa última de esta perversión se remonta a la Segunda Guerra Mundial: en toda Europa los comunistas colaboraron con la resistencia democrática en liberar a sus países de la dominación nazi, y esa colaboración les otorgó una legitimidad que resistió hasta las atrocidades de Stalin. Mientras, la extrema derecha quedó identificada con los opresores nazis y fascistas, una identificación que solo ahora empieza a quebrarse con su auge en toda Europa. En España las cosas sucedieron de muy distinta manera por su no intervención en la guerra y su colaboración con los nazis exclusivamente en el frente oriental. La extrema izquierda y la extrema derecha se habían enfrentado en una guerra civil en la que ninguno de los dos bandos era democrático, y la primera perdió esa guerra con todas sus consecuencias, la más importante de las cuales fue la dictadura del general Franco.

Ahora, la extrema izquierda, junto a los socialistas de Pedro Sánchez, convierten en victoria su derrota en la guerra civil con la revanchista Ley de Memoria Democrática, dinamitando la Transición -a la que llaman “el régimen del 78”-, y descalificando a la extrema derecha, a la que personalizan en Vox. Y Vox es descalificado hasta el punto de que cualquier colaboración o acuerdo con este partido, y no digamos de pacto de gobierno, sirve para descalificar, a su vez, a la formación política que lo lleve a cabo. Pero las cosas no son tan simples: la cuestión es si el futuro de la democracia pasa o no por los extremos.

La democracia se caracteriza por respetar incluso a sus enemigos cuando se expresan a través de cauces como las urnas. Esa es su principal característica -y su grandeza-. Pero es una grandeza que se vuelve en contra suya y es, al mismo tiempo, su principal debilidad, porque permite que tales enemigos utilicen las instituciones democráticas como meros instrumentos de usar y tirar: los usan cuando conviene a sus intereses y los tiran cuando ya no les sirven; aceptan el veredicto de las urnas si les favorece y llaman a combatirlo si no. Porque su terreno no son las instituciones y las urnas, sino la algarada callejera y el acoso y derribo de sus adversarios, a los que considera enemigos.

Grandeza y debilidad de la democracia, una contradicción que está lejos de ser resuelta porque no tiene solución. Pero el futuro de la democracia no pasa por los extremos. Ni por ganar ochenta años después una guerra civil perdida.

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