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Fuera de carta

En unas pocas semanas Pedro Sánchez ha configurado una reforma sustancial del Código Penal que exonera o reduce considerablemente las penas de los independentistas catalanes condenados por los sucesos de hace unos años. Es el precio que Oriol Junqueras, Rufián y los demás han exigido, y que Sánchez paga gustosamente para seguir en La Moncloa. Se trata de una reforma a la carta que elimina el delito de sedición, que manipula el delito de malversación de caudales públicos hasta el límite de prácticamente despenalizarlo en algunos supuestos, y que crea unas pretendidas nuevas figuras delictivas sin contenido real. Una consagración de la corrupción política que si hubiese perpetrado el Partido Popular hubiera sido objeto de una campaña brutal política y mediática; y que, sin embargo, por ser Pedro Sánchez el protagonista, ha contado con la complicidad y la tolerancia de tertulianos, columnistas y otros repartidores de carnets. Algunos barones socialistas, como el aragonés Lambán, han reivindicado sus principios, pero han sido obligados a retractarse públicamente. El Gobierno de Pedro Sánchez se caracteriza, entre otras barbaridades, por el desprecio a la legalidad y por considerar que el Derecho es una molestia susceptible de ser manipulada a voluntad del poder. Y si, para contentar al independentismo catalán, es preciso manipular el Código Penal, se manipula. Si se tienen los votos en el Parlamento, ¿qué problema hay?
Esta reforma penal se ha unido a algunos cambios legislativos orientados a que el presidente del Gobierno pueda controlar el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial. En los Estados comunistas no existe la división de poderes, y los jueces son meros instrumentos al servicio del partido y el Estado. Es exactamente lo que Pedro Sánchez y su gente pretenden consagrar en España, y que, lamentablemente, están consiguiendo. La democracia se caracteriza por respetar incluso a sus enemigos cuando se expresan a través de cauces como las urnas. Esa es su principal característica -y su grandeza-. Pero es una grandeza que se vuelve en contra suya y es, al mismo tiempo, su principal debilidad, porque permite que tales enemigos utilicen las instituciones democráticas como meros instrumentos de usar y tirar: los usan cuando conviene a sus intereses y los tiran cuando ya no les sirven. Desde los primeros años ochenta, Felipe González -ahora denostado por el sanchismo- impuso en España una concepción totalizadora y excluyente del poder, que incluye la perversa idea de que ocupar el Gobierno significa apoderarse del Estado y de todas sus instituciones. Y Pedro Sánchez ha seguido el guión escrupulosamente. Aparte de todos los poderes del Estado, controla el CIS de Tezanos; ha tomado el control absoluto de Indra Sistemas, una sociedad anónima encargada de algo tan sensible como la gestión de los datos electorales en todos los procesos electorales que tienen lugar en España; y, al mismo tiempo, ha dimitido “por motivos personales” al presidente del Instituto Nacional de Estadística, Juan Rodríguez Poo, después de haber cuestionado los datos del PIB, del IPC y del desempleo publicados por el Instituto. Una reforma penal a la carta que incluye un asalto a todas las instituciones públicas. A diferencia de algunos restaurantes, Sánchez no ofrece nada fuera de carta.

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