tribuna

Lo que nadie ve

Seis de la mañana de cualquier día entre semana en Santa Cruz. No son pocos los coches en los que en su interior, del lado del conductor y con las luces apagadas, una persona dormita esperando que amanezca y poder acceder a su trabajo. No es que pasen la noche ahí, es que madrugan mucho, se desplazan pronto y aparcan para echar una cabezadita con su último sueño. Una perdida de calidad de vida que, obviamente, tiene responsables y que son todos aquellos que, insensibles a la realidad, consienten que los proyectos de infraestructuras vegeten en los despachos de una burocracia más obtusa que nunca.

Hay varios lugares en la isla en los que resulta arriesgado vivir. Pongamos el caso de poblaciones en los que sufrir un grave achaque de salud supone una condena a muerte que no justificaría el incidente sanitario. Puede pasar, pasa, que la ambulancia llamada en auxilio del paciente, o bien no llega, o lo hace tarde, o termina atrapada en algún atasco camino del hospital. Lo que sería un padecimiento que en cualquier lugar civilizado supondría un susto grande, aquí puede ser un pasaporte a otra vida (y no mejor). Ocurre que esos vehículos de emergencias transitan por carreteras diseñadas y desarrolladas hace ya algunas décadas y que apenas han sido actualizadas. También ahí hay una responsabilidad entre quienes toman decisiones, aquellos que cuando se acercan las elecciones consideran que las ruedas de prensa arreglan por arte de magia los problemas. Ignoran, o eso parece, que son miles las personas que conducen a diario en unas condiciones penosas, que con una elección fatal de tiempos emplean en un trayecto de treinta y cinco kilómetros el mismo tiempo que precisa un avión con salida en Tenerife para recorrer la distancia que nos separa de Madrid. Es, sencillamente, inaceptable. Por la merma en las condiciones de vida de los tinerfeños, por las implicaciones de todo tipo -también sanitarias-, por el desánimo instalado con carácter general en la población y por ser un peso muerto en la economía que impide un mejor y más equilibrado desarrollo.

Es cierto que determinadas colas en horarios concretos son comunes a muchas urbes. No es eso lo que se critica. Se trata, más bien, de mitigar los efectos y esto se tenía que haber intentando hace ya algún tiempo, previendo que nuestro crecimiento traería consecuencias también en forma de aumentos en los desplazamientos. La concentración de instituciones en el área metropolitana o la pujanza de las zonas turísticas provoca que sean muchos los que vivan en un lugar mientras que sus trabajos están en otros. Una planificación inteligente debería haber tenido en cuenta esa evolución. Solo planificar, sin embargo, no nos habría valido. Es imperativo contar con el desarrollo de esos planes, ejecutarlos sin dilaciones innecesarias y no priorizar los criterios de los del “no a todo”, de los que Tenerife está bien provisto. Cada vez que se retrasa una infraestructura vital es la salud de millares de personas la que sufre. Y se hace sin que recaiga sobre esos activistas ninguna responsabilidad, siendo grave porque muchos jamás se han presentado a elección alguna, lo que resta legitimidad a su toma de partido.

Pero no acaban ahí las responsabilidades. Observemos el rezago de Tenerife en cuanto a la calidad y desarrollo de sus obras más perentorias. No pasa en todas las islas por igual. Si prestamos atención a lo que ocurre en Gran Canaria, comprobamos como allí jamás se dan esos retrasos eternos. Quizás han sido más diligentes en el desarrollo de sus proyectos pero quizás también han contado en el Gobierno autónomo con una sensibilidad superior para resolver sus potenciales inconvenientes, lo que solo puede ser explicado por políticos que, procediendo de Tenerife, evitaban o pretendían evitar ser acusados de azuzar el pleito insular. Quizás haría falta el mismo tipo de sensibilidad en momentos como los actuales.

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