Por Francisco García-Talavera Casañas.| Hace más de 20 millones de años, y tras muchos más de espera, consiguió salir a la superficie la primera tierra canaria. Las continuas erupciones submarinas habían acumulado ya suficiente material volcánico sobre el talud continental africano, como para poder emerger del océano y dar origen a la primogénita de nuestras islas: Fuerteventura. Luego le seguiría Lanzarote, llegando a formar un solo cuerpo (que yo bauticé como la gran isla de Mahan) en algunas épocas geológicas. Unos millones de años después nacía Gran Canaria, y algo más tarde Tenerife y La Gomera. La Palma y finalmente El Hierro cerrarían el proceso.
Y así, el escenario sobre el que iba a desarrollarse el drama de la vida de Canarias ya estaba construido, al menos para las primeras representaciones. Luego vendrían cambios y alteraciones, pero el vulcanismo sería desde entonces una constante en el paisaje canario.
El poblamiento
Transcurrido un cierto tiempo de calma ígnea comienza la arribada de los seres vivos a las islas. El vehículo de transporte es diverso: el viento ha sido el responsable de la llegada de centenares de especies de pequeños organismos animales y vegetales. Su procedencia: fundamentalmente del vecino continente africano. Y es durante las fuertes tormentas eólicas, cuando los vientos procedentes del continente levantan y transportan de una manera pasiva -la mayoría de las veces- lo que se conoce como plancton aéreo: millones de insectos, arácnidos, esporas, semillas, etc., que mezcladas con toneladas de polvo sahariano aterrizan anualmente en Canarias. Lo que aquí conocemos como “tiempo sur” o levante, con la correspondiente “calima” que se repite varias veces al año, representa el momento más propicio para este tipo de poblamiento. Pero no solamente han llegado, y llegan, de esta manera pequeños seres vivos, sino que otros de mayor tamaño, con capacidad para volar, se ven ayudados o impulsados por la fuerza del viento: mariposas, langostas y ciertas aves migratorias se ven involucradas en un “viaje” que no habían programado. Su destino: los fértiles y variados ecosistemas canarios. Aunque la mayoría no consigue adaptarse a las nuevas condiciones insulares y no sobrevive -ya que no son capaces de reproducirse- algunos de ellos pasan a engrosar el inventario faunístico y florístico de las islas.
Pues bien, si esto está ocurriendo en la actualidad, a escala temporal humana, ¡por cuánto habría que multiplicarla si nos atenemos a la escala geológica! Si recordamos que la unidad de tiempo en geología es un millón de años, y que las islas, fundamentalmente las orientales, llevan muchos millones de años de existencia, el desfile de la vida ha tenido que ser espectacular.
Otro importante medio de transporte desde el continente a las islas es el mar. Las corrientes marinas han sido responsables de la arribada de muchos vertebrados terrestres, entre ellos los lagartos, las tortugas y algunos roedores. Y si tenemos en cuenta que es fácil suponer que ríos muy caudalosos en épocas pasadas como el Draa (situado al sur de Marruecos), hayan transportado hasta el mar las llamadas “balsas de poblamiento”, verdaderas marañas de troncos y ramas, en las que se refugiaban algunos animales que conseguían sobrevivir hasta su arribada a las costas insulares. Y si a esto añadimos que hace tan solo 12.000 años el nivel del mar estaba unos 120 metros por debajo del actual y, como consecuencia, la distancia entre el continente y Fuerteventura-Lanzarote era de unos 60 Km, el flujo genético aumentaría considerablemente.
De esta manera, ya estaban los actores sobre el escenario, pero aún tardaría mucho en llegar uno que se convertiría en cabeza de cartel: el “homo sapiens”. Entre tanto, la vida se adaptaba a las nuevas condiciones insulares. Cambiaba su estrategia. Ocupaba nichos vacíos. Transformaba paulatinamente su aspecto. Evolucionaba.
La evolución
De todos es sabido que los medios insulares favorecen la evolución de las especies. Es en las islas donde ocurren y se aprecian con más claridad los fenómenos de la radiación adaptativa y la especiación, pues no debemos olvidar que fue en las Islas Galápagos donde Darwin desarrolló su teoría de la evolución de las especies. La selección natural sería el mecanismo inexorable.
Nuestro archipiélago, como es obvio, no se ha visto exento de estos procesos evolutivos. Y así, a través de los fósiles y de la paleontología, observamos que aquí tenemos pruebas espectaculares de la evolución: lagartos gigantescos de 1.5 metros de longitud, tortugas terrestres de grandes dimensiones como las de Galápagos y enormes ratas que doblaban en tamaño a las actuales, vivieron y evolucionaron en estas islas hasta hace unos pocos miles de años.
Quizás el condicionante más característico de los ecosistemas insulares sea la fragilidad. En las islas oceánicas, y sobre todo en las de mayor porte y altitud, la diversidad biológica es muy grande. Aquí cada especie, sobre todo en los primeros tiempos, encontró un nicho adecuado a sus exigencias biológicas y se adaptó perfectamente a él. Y evolucionó a medida que iban cambiando los parámetros ecológicos. En las islas la vida se diversifica. Apenas hay competencia, en contraposición a lo que ocurre en los continentes. Dicho de manera más gráfica: En los ecosistemas insulares hay muchas especies diferentes, pero la mayoría de ellas con escaso número de representantes. Sin embargo, en los continentes -en proporción a la extensión del territorio- hay pocas especies, pero cada una de ellas es muy abundante en el número de individuos.
Todo esto lleva consigo el que las especies insulares, al estar bien adaptadas (quizás demasiado) al medio en que viven, se ven condicionadas frecuentemente a ese medio. Han caído en una trampa evolutiva. Basta con que varíen un poco los parámetros ecológicos -como pueden ser los recursos hídricos y alimentarios, la llegada de predadores, cambios climáticos bruscos, o la extinción de algunas especies fundamentales en la cadena alimenticia- para que se rompa la armonía alcanzada tras miles de años de evolución y adaptación.
Estado actual
Consecuencia de todo lo anterior es la realidad de nuestra época. Los cambios operados a lo largo de la historia geológica de las islas han contribuido a la evolución, emigración y extinción de muchas especies. Pero no debemos olvidar que esto no ocurre de la noche a la mañana, pues sucede que tanto el reloj biológico como el geológico tienen su ritmo. A veces van acompasados y otras veces no, pero en cualquier caso todo cambio significativo en la naturaleza ocurre a base de cientos, miles y millones de años.
La llegada del hombre norteafricano a las islas, los guanches, abrió heridas -aunque no graves- en la naturaleza canaria, y tras un periodo de readaptación al nuevo medio insular, se restableció el equilibrio. Las lesiones de extrema gravedad comenzó a causárselas el conquistador y colonizador europeo, que quiso recrear en poco tiempo un hábitat similar al continental del que procedía, trastocando fatalmente los “frágiles” ecosistemas canarios. La sabiduría de los primeros isleños, obtenida a través de cientos de años de experiencia, no había servido para nada. El especulador y arrogante invasor se abrió paso con fuego y hacha en una naturaleza casi virgen y relíctica, que había vuelto a alcanzar su equilibrio. Nuestros politraumatizados y enfermos ecosistemas comenzaron su lenta agonía, la cual se está viendo acelerada por la estocada final que le está dando en los últimos decenios el “homo antinatura”.
Ante este desolador panorama los canarios de bien, que sentimos nuestro patrimonio, no debemos, ni podemos, quedarnos callados ante los flagrantes atentados ecológicos. Hay que denunciar al canalla ecologicida al tiempo que se somete a nuestro medioambiente -como afortunadamente se viene haciendo con la ley de espacios naturales protegidos- a una terapia de choque, ya que lamentablemente no hemos sido capaces de detener el proceso y conseguir a tiempo la vacuna que acabe con la enfermedad y permita su rehabilitación. Aunque nunca volverá a ser como antes. Eso es imposible.
El futuro
Si se sigue por los derroteros actuales el futuro de la naturaleza canaria no se presenta nada halagüeño. A los desastres ecológicos irreversibles cometidos en las últimas décadas, les seguirán los que se cometan en las venideras. Son años cruciales en los que la obcecación especulativa buscará artilugios para prevalecer sobre la ley. Los espacios naturales, especialmente los costeros, se verán sometidos a presiones económicas de tal calibre que ni la reciente “ley de cambio climático” podrá atajar. Nuestra responsabilidad reside en tratar de impedir -con nuestra denuncia, y mediante la concienciación ciudadana- que estas cosas ocurran. La voz ecologista debe ser cada vez más sonora y potente. Y las formaciones políticas canarias deberían unirse y dar prioridad a los temas medioambientales y demográficos, porque en ello nos va la supervivencia como pueblo. Hay que caminar, mediante la planificación correspondiente, por el sendero que conduce -aunque será imposible llegar hasta el final- a la menor dependencia del exterior -y la autosuficiencia en muchos apartados de la economía- de nuestro ya superpoblado territorio. Y en este sentido, la protección del suelo, de nuestra extraordinaria biodiversidad, y de la mermada naturaleza que nos va quedando, juega un papel primordial. Si queremos que nuestros nietos hereden unas islas medianamente habitables, hagamos ver a nuestro querido, sufrido e inconsciente pueblo, la triste realidad que le aguarda si no defendemos, todos, nuestra tierra de la tremenda agresión a que está siendo sometida. Aprendamos a amar y respetar nuestro riquísimo patrimonio natural, y cultural. Luchemos, en definitiva, por frenar la suicida dinámica actual, y tratemos de cambiar el gris cemento y el brillo de las nuevas tecnologías -que se adueñan de nuestra vida- por el verde esperanza de un futuro más natural y armonioso. Apostemos definitivamente por las energías limpias y renovables. Apostemos por la vida.