después del paréntesis

Félix Francisco

Se cumplieron cuarenta y siete años de su desaparición (14 de enero de 1976). Tenía veinte años. Y evoco las Filosofías y Letras que compartimos (por edad somos contemporáneos). Recuerdo: la clase daba a la autopista en el antiguo edificio de la ULL. Sentados esperábamos al profesor de Teoría Literaria don José de la Calle. Entró cabizbajo, subió el altillo, alcanzó la mesa, se sentó en la silla y dejó caer la cabeza hacia adelante entre sus manos. Cuando recompuso el ánimo, se alzó, nos miró y nos dijo: “Acabo de saber que vuestro compañero Félix Francisco Casanova de Ayala acaba de suicidarse”. La conmoción se extendió entre nosotros como la pólvora. Alguna chica salió de la clase corriendo. Había muerto el compañero cercano; por suicidio, según don José, cosa que su padre, Félix Casanova de Ayala, siempre nos negó: un parco accidente, el gas que asistía al agua caliente en el baño. No es que la clase quedara desierta sin él, pero sí echamos de menos su presencia. Presencia que no nos explicábamos cómo podía suscitar un fragor tan grave entre los profesores, como el sabio, categórico, severo don José de la Calle, y entre nosotros. Ocurría. Un chico inteligente derramaba creación por todos los costados y manifestaba una madurez fuera de lo común pese a su edad. Eso era. Frente a nosotros, un jovencito de dieciocho o veinte años puso el mundo en su sitio: ahí te quedas, yo estoy en otra parte; hizo de la comunicación un signo de cualidad: las palabras sirven para lo que sirven: crear y confirmar; anunció lo que muy pocos hombres anuncian en este globo (de Bach, Casal, Onetti o Isaac de Vega): solo el arte (la música, su guitarra y la literatura) es lo que nos salva en el mundo. Ahí su escudo redentor. Lo demás ha de colocarse en su embustero lugar. Como las guerras del amor, frente a las que él siempre anduvo con tino. Así es que lo descubrimos ganar graves premios de poesía y leímos sus poemas. Ello nos pareció sentencioso por la claridad y el rigor con el que se explayaba. De modo que llegó hasta nuestros ojos una sustancial novela que nos conmocionó: El don de Vorace. Por eso sé que esa estampa hoy me hace retomar a ese hombre que fue un cuerpo que anduvo cerca de mí. Y es que la existencia (para los vivos que añoramos) es eso, Vorace, un inmortal que recorre los tiempos, aunque esos tiempos lo decoren como un sutil asesino; inmortal, hoy Félix Francisco Casanova de Ayala, con sesenta y siete años, entre nosotros.

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