la crítica

Francisco Arriaga

El pasado mes de diciembre nos dejó un amigo y un pintor, Francisco Arriaga. No fue un hombre de muchas exposiciones, pero sí un estudioso en los temas, óleos, del campesino canario, de lo rural, del folclore. En sus trabajos conocimos parte de los instrumentos de los que se sirven los tocadores en las fiestas del Archipiélago. Utilizaba imágenes vinculadas al realismo. Buscaba lugares de la naturaleza para unirse a ellos, al igual que lo hacía con los rostros de los hombres quemados por el sol, donde su personalidad quedaba más patente. Paco Arriaga era un pintor que se volcaba sobre la tela, la convertía en campo de batalla para luchar con el color. Recuerdo un gran cuadro, con unos personajes gomeros, tocando las chácaras. Ideal para llevar al lienzo, al igual que los que tocaban el tambor en Sabinosa, en El Hierro. Estudiaba el retrato, donde afloraban su alma y los sentimientos del pueblo noble que con su azada surcaba la tierra y caminaba por los senderos de Anaga o del Monte de La Esperanza. Entendía que ser pintor es una forma de vivir. Pintar es decir algo de manera diferente, como manifestación de un mundo interior y, al mismo tiempo -en sus palabras-, un refugio. Vivir es comunicar y él lo hacía a través de su pintura. En ocasiones intervenía en exposiciones colectivas, con su esposa, Candelaria González, otra gran pintora que hemos conocido y admirado. Durante muchos años pintaron con Manuel Tegeiro, del que Arriaga recibió lecciones. En sus retratos había vida y esperanza. Gran pérdida, la de Francisco Arriaga, para la cultura en Canarias.

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