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Incompetencia y fracaso

Confieso que estoy impactado por las noticias sobre mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas, que se suceden con una aterradora regularidad. No sé si se trata de un fenómeno social absolutamente nuevo, producto de un mecanismo abyecto de imitación o de una moda macabra, aunque creo que no, que siempre ha sucedido. Es lo que la prensa sensacionalista denominaba “crímenes pasionales”, que, además, gozaban de una cierta tolerancia justificativa, basada en el supuesto arrebato emocional del asesino y el supuesto comportamiento de su víctima. Algunos de estos crímenes alcanzaron una fama mediática importante, mezclada con una circunstancia que hoy no existe: entonces en España existía la pena de muerte, y algunos de estos asesinos sufrieron su aplicación. Eran otros tiempos, con valores y principios que hoy no compartimos en su totalidad.

Sin embargo, también confieso que no participo en absoluto de los minutos de silencio, seguidos de los inevitables aplausos, no se sabe muy bien a quién o qué, ni de los días de luto oficial; y no participo de estos ritos justificativos de nuestras conciencias porque son mecanismos que enmascaran nuestro fracaso y nuestra impotencia en garantizar a las mujeres asesinadas su derecho fundamental a la vida. Es evidente que estamos haciendo las cosas más que mal, y que en este asunto se está poniendo de manifiesto con particular intensidad nuestra tradicional incompetencia, ineptitud y torpeza; la burocracia asfixiante de nuestra Administración y el ritualismo de nuestros cuerpos policiales. Hay nada menos que cinco niveles de riesgo, pero si la futura víctima no denuncia, el riesgo se convierte en bajo; los jueces dictan órdenes de alejamiento cuyo cumplimiento nadie controla, y que no están garantizadas por una pulsera telemática; como el asesino no es pareja o expareja de la víctima, el asesinato no puede ser tratado como violencia de género; y así podríamos seguir mucho tiempo.

Ahora bien, con ser aberrantes los disparates anteriores, lo peor es la politización de los asesinatos. Si aumenta su número, el ministro del Interior convoca una reunión y la delegada del Gobierno para la Violencia de Género, contra toda evidencia, se apresura a afirmar que, en realidad, el Ejecutivo está haciendo las cosas bien porque el número de mujeres asesinadas ha disminuido. Y se consumen mucho tiempo y muchos esfuerzos en algo que también nos encanta a los españoles: las discusiones semánticas sobre los rótulos y las denominaciones, negando que, en algunos casos, son las mujeres las que matan a sus parejas, exparejas o hijos.

Otro de los mantras que presiden nuestro mal hacer en esta lacra social es que no se debe culpabilizar a las mujeres. Por supuesto que no se debe porque solo son culpables de vivir. Pero hay que advertir sobre los comportamientos de alto riesgo de algunas. No se puede seguir conviviendo con el maltratador una vez denunciado; hay que denunciar siempre; hay que reaccionar ante las primeras señales de maltrato o las primeras amenazas; hay que extremar la vigilancia y las precauciones en los momentos especialmente sensibles, como son el inicio de los trámites de separación o divorcio, el enfrentamiento por la custodia de los hijos o la interposición de una denuncia. Hay, en definitiva, que intentar superar la incompetencia española.

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