por qué no me callo

Si las esculturas hablaran

Cincuenta años después, nuestro Guggenheim, el artefacto artístico que transformó la ciudad fue la constelación de esculturas en la calle, a la que se sumó el Auditorio de Calatrava (icono y coliseo) en lo que podríamos considerar uno de los cambios epigenéticos llamados a enriquecer el ADN de una idea luminosa que tuvieron Carlos Schwartz y Vicente Saavedra en 1973.

Esta historia no ha acabado y es una de las grandes proezas que ha generado Santa Cruz de Tenerife, que llevaba en sus genes el qi o élan vital de Gaceta de Arte. De tal palo tal astilla. La ciudad se adornó de piezas inusitadas, que no eran árboles ni edificios, y estaban vivas por dentro como ejemplares inéditos de una población futurista de tótems y efigies que hoy, a la luz de la inteligencia artificial rampante, se prestan a toda suerte de disquisiciones.

Las esculturas en la calle de Santa Cruz han sido en estos 50 años vecinas no tan estáticas de una ciudad permeable que se deja habitar y mutar por influencias externas. Las cajas de aluminio negro, metacrilato y neón de Jaume Plensa fueron trasladadas en enero de los laureles de Indias, enfermos y a punto de ser podados, de la Rambla junto a la Comandancia de Marina, a la pérgola gigante del paseo central del García Sanabria, a hacer compañía a las obras de Subirachs y Cubells, cerca de las de Paolozzi y Óscar Domínguez.

Los santacruceros se han habituado a pasear por la Rambla sentimental que serpentea el corazón de la ciudad en diálogo con la mujer botella (Femme Bouteille) de Joan Miró, en la Avenida de las Asuncionistas, a la altura del Parque Cultural Viera y Clavijo, donde esos vasos comunicantes de que hablábamos estuvieron a punto de atraer a la Isla la maleabilidad anatómica del genial Auguste Rodin (ese “roce” de esculturas y culturas que decía Pérez Minik).

¿Qué trajo consigo la I Exposición Internacional de Esculturas en la Calle hace 50 años? Una civilización de arte de distintas latitudes que multiplicaron el fenotipo cosmopolita de esta Capital. Un Santa Cruz que, al cabo de los años de convivencia, ya no se entendería sin el Guerrero de Goslar de Henry Moore, que reposa en bronce casi musical en la Rambla frente al edificio con forma de guitarra del pintor y arquitecto paisano Emilio Machado. Ese soldado intercultural declarado BIC, que ofrece en su pedestal de hormigón una de las imágenes inconfundibles del Santa Cruz peatonal con el escudo en los pies, parece ser una rememoración de las guerras que nos invita a darle vueltas al tema continuamente. El guerrero yacente (con el que Moore sustituyó a Reclining Figure, Figura Recostada, que aportó a la muestra cuando Schwartz lo fue a ver en su taller de Hertfordshire, en Londres) es un chicharrero en son de paz, que consagra un alto el fuego, como hace China ahora mismo en su iniciativa de paz para Ucrania.

Claro que recuerdo la instalación de todas y cada una de aquellas obras inauditas de escultores extraordinarios que en 1973 viajaron a Santa Cruz a incidir en su condición de ciudad universal. Vivían los creadores de Gaceta de Arte Domingo Pérez Minik y Eduardo Westerdahl (cuya amistad con Pablo Serrano desplegó las alas de aquella idea de esculturas urbanas). Es una grata sensación mirar hacia atrás, cuando uno tenía 15 años y hacíamos un periodismo de barricada, con Franco vivo y el arte manifestándose en la calle como si a las esculturas, como decía Miguel Ángel, solo les faltara hablar.

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