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Sierpes

Cuando yo vivía en Sevilla, mi ruta de a pie favorita era caminar por la calle Sierpes y aledaños. Entraba en el Círculo de Labradores, en el que los ricos propietarios charlan y discuten en la puerta, algunos todavía con sombrero. En Ochoa, la mejor pastelería del mundo, saboreaba un café Catunambú y un dulce. Por la tardecita solíamos ir unos cuantos a tomar una Cruz del Campo (entonces no era Cruz Campo) por los bares de las calles satélites de Sierpes. Tetuán y eso. O aterrizábamos en la Plaza Nueva para comprarme un jersey inglés, si hacía frío, de esos que lucen los señoritos andaluces cuando van a comer pescaíto al barrio de Santa Cruz, que huele a las naranjas del patio de la Giralda. Sevilla tiene un color especial, es verdad. El Guadalquivir huele a río en los restaurantes de su ribera y en el puente de Los Remedios y si te animas a pasear por las enormes aceras de La Palmera y llegas al Puesto de los Monos, entonces hueles el vaho del río que envuelve a la Torre del Oro y a La Mestranza. Sevilla es mucho, nunca terminas de entender eso, que es especial, y que un sevillano es el tipo más antipático del mundo, lo dicen los paisanos del resto de Andalucía. Y tiene las mujeres más bonitas del mundo, que agradecen un piropo bien tirado aunque ahora creo que los han prohibido, por ley. Hoy me he acordado de Sevilla porque por el radio están poniendo sevillanas y hasta parece bonita la voz de la Pantoja y se me agita el corazón cuando escucho a Rocío Jurado, a la que mi amigo Paco el Pocero le prestó su avión para que la llevara a Houston. Ninguno de los dos está ya. Qué asco de mundo, pero me queda Sevilla.

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